jueves, 1 de septiembre de 2011

¿Por qué cambian las Constituciones?


La Constitución es la norma jurídica “fundamental” que regula la vida de una sociedad estatal, inspirada en el sistema de creencias acerca de las relaciones que deben existir entre gobernantes y gobernados y entre éstos entre sí.  Encuadra las acciones políticas, asegurando la libertad de los ciudadanos y fijando límites a los gobernantes.  Se afirma que es la norma jurídica “fundamental”, no sólo porque recoge los valores socialmente compartidos por la sociedad reglada, sino además porque – como afirma Kelsen – las demás normas jurídicas encuentran su fundamento de validez en su armonía con las reglas establecidas en la Constitución. Pero también recibe el adjetivo de “fundamental” porque - como recuerda Ferdinand Lassalle - la Carta Magna encuentra sus fundamentos en los “factores reales de poder” a tal punto que podría afirmarse a priori que dichos factores determinan, en lo esencial, el contenido necesario de la Constitución de una sociedad estatal en un momento histórico determinado. La Constitución, en suma, “constituye” o “compone” el Estado fijando formalmente las reglas maestras acerca del modo como se deben estructurar, ordenar y relacionar las fuerzas sociales, económicas y políticas de la Nación, sobre la base del sistema de creencias socialmente preponderante y de la correlación de fuerzas existentes entre los distintos “factores reales de poder”.  

En este sentido, no debe llamarnos demasiado la atención que, desde hace algunos años, se venga demandando el cambio de la Constitución de 1993, no solamente por su carácter espurio y semántico , sino porque en la última década se ha producido un cambio social vertiginoso y de tales dimensiones que ha terminado por producir un trastrocamiento de los factores reales de poder socialmente vigentes.
En efecto, el Perú republicano de principios de siglo XX presentaba una conformación social dominada por los propietarios de grandes extensiones de tierras (latifundios), las empresas extranjeras extractoras de recursos naturales, especialmente en la minería y petróleo y los grandes exportadores de algodón y azúcar nacionales y extranjeros, frente a una industria débil e incipiente que no generaba un proletariado urbano fuerte ni organizado y una clase campesina mayoritaria pero marginada y sin organizaciones sociales que la representen. Este marco social influyó en la forma de ordenar el Estado mediante la Constitución de 1933.

Sin embargo, el Perú experimentó cambios radicales en los factores reales de poder y en la cultura política predominante, a partir de las reformas iniciadas por el gobierno militar del general Juan Velasco Alvarado, el 3 de octubre de 1968. Tal proceso de cambios significó un debilitamiento de los intereses ex¬tranjeros ra¬dicados en el Perú, en virtud de la expropiación de los yacimientos y ac¬tivos de la International Petroleum Company (IPC), Cerro de Pasco Copper Corporation, Marcona Mining Company, Gulf y otras empresas ex¬tranj¬eras asentadas en la naciente industria peruana. Así mismo, la Reforma Agraria significó una expropiación del poder fundado en la propiedad de la tierra y una redistribución de esta riqueza en favor de las masas campesinas que cobraron una gran fuerza nacida de las organizaciones fundadas como producto de la reforma. La industrial local creció, generando un proletariado urbano que, sin constituir una mayoría nacional, se organizó en sindicatos y federaciones que defendían sus conquistas. Y, finalmente, el propio Estado se fortaleció, al menos temporalmente, a partir de la actividad empresarial pública, lo que le permitió regular y dirigir la economía y, en el sector privado, el poder económico dominante se trasladó al sector financiero vinculado al capital extranjero. Esta nueva conformación de la sociedad peruana, al finalizar la década de los años 70, origina un nuevo modo de interrelación entre los grupos sociales, determinando la necesidad de cambiar la Constitución de 1933 como norma jurídica fundamental. No era posible retornar a la democracia con la misma Constitución de 1933. Se requería una nueva carta que recogiera los nuevos valores, creencias y poderes socialmente imperantes. Este nuevo mapa social explica que los arts. 42 y siguientes de la Constitución de 1979 recogieran las conquistas de los trabajadores, pero también el nuevo régimen económico definido como economía social de mercado (Art. 110 y siguientes de la Cons¬titución de 1979); así como el reconocimiento de un Estado promotor (art. 113) y del pluralismo económico (art. 112). Explica también los escasos límites señalados para la actividad empresarial del Estado (art. 133) y ciertas ausencias como el plebiscito y el referéndum, instrumentos por los que el pueblo se pronuncia res¬pecto de asuntos que interesan a la marcha de la nación, la iniciativa legislativa del pueblo y su derecho de revocar el mandato de los gobernantes cuando defrauden a la ciudadanía.

Empero, hacia finales de los años 80, el Estado Bienestar entra en crisis en el mundo entero; el mundo socialista se derrumba junto con el Muro de Berlín y termina la guerra fría. El desarrollo de las comunicaciones delata el impresionante progreso económico de países asiáticos, que hasta hacía algunos años eran más pobres que los de América Latina. El éxito se atribuye al nuevo modelo económico neoliberal, caracterizado por la desregulación, la privatización de las actividades reservadas al Estado, la liberación de trabas a la libre iniciativa privada, la competitividad internacional basada en la globalización de los mercados y la supresión de barreras arancelarias y otras normas de protección a las industrias locales, privilegiándose el interés de los consumidores. En los países de nuestra Región ese éxito económico es asociado, con cierta razón, a la existencia de regímenes autoritarios; pero – a pesar de ello- el fracaso de los sistemas estatistas y socializantes y los progresos mostrados por el denominado “modelo neoliberal”, produce gradualmente cierto cambio en la cultura política de nuestros pueblos que empiezan a identificarse con el sistema de creencias del liberalismo (traducido a un estilo “chicha” en los sectores margina¬les de la sociedad y más moderno en las capas altas). El espíritu emprendedor y de lucro ya no produce sentimientos de “culpa” y, antes bien, es percibido como un “valor” social. El rol del empresario en la sociedad va ganando prestigio y deja de ser percibido como un "explotador" cuya codicia explica la pobreza de los demás. Los propios partidos políticos que en la década del 70 acudían al apelativo de “social”, “socialista” o “popular”, comienzan a renunciar (tácticamente, pero no “programáticamente”) a esta vocación populista. Para bien y para mal se fue consolidando un nuevo espíritu individualista y materialista al lado del desprestigio de las ideologías socialistas. El cambio es jalado por los caballos de la economía, pero se trae por tierra a las instituciones políticas y a los valores éticos y democráticos hasta entonces en vigor. Los dirigentes políticos y sindicales ya no pesan. Los empresarios de todos los niveles marcan el paso.

En el Perú ese cambio social se inició contraviniendo “desde arriba” las normas y valores de la Constitución de 1979 entonces vigente y, luego, mediante un “autogolpe” de Estado cuyos detentadores fácticos del poder lograron perdurar el tiempo suficiente en el gobierno como para consagrar el “nuevo orden” en la Constitución de 1993. Esta carta suprime el intervencionismo estatal, abre las posibilidades de privatización de casi todas las actividades antes reservadas al Estado, elimina o reduce los derechos laborales que son considerados como “sobrecostos” a la empresa privada que le restan competitividad, se debilita la acción sindical que no es capaz de movilizar a sus agremiados y se privilegia las leyes del mercado.

Empero, aunque el progreso económico estimulado por una revolución tecnológica sin precedentes, entusiasma a quienes logran articularse en el sistema; casi imperceptiblemente va produciéndose un incremento de la desigualdad y la exclusión social que amenaza el propio modelo porque esta vez los sectores afectados cuentan con mejores herramientas para protestar, hacerse oír y organizarse precisamente por los avances tecnológicos particularmente en el ámbito de las comunicaciones. El pobre ya no calla, habla en voz alta, comunica, organiza y lidera e incluso lograr adquirir poder social sobre la base de su mejor capacidad de organización y de los recursos que lograr captar de las ONG internacionales que se identifican con su banderas, sean éstas de carácter ambiental, étnicas o economicistas.

Los factores reales de poder socialmente vigentes no son, hoy en día, los mismos que los existentes al inicio de los años noventa del Siglo XX. La clase empresarial se ha consolidado y crecido enormemente, pero las organizaciones populares, son un contrapeso decisivo y se han erigido en un poder real que reclaman y legitiman su acción sobre la base de “nuevos” derechos universalmente reconocidos dentro de una suerte de nueva “Cultura Política”, tales como la participación ciudadana en las decisiones de legislación y gobierno, la consulta previa y el respeto al medioambiente que ponen límites a la acción de los gobernantes y a la “libre iniciativa privada” respectivamente. Incluso, en el Perú como en algunos otros países ya se viene consolidando la idea de un derecho de las comunidades a la participación directa en los beneficios que genera la inversión privada en el sector de las industrias extractivas.

Así las cosas, desde nuestra cosmovisión urbana y modernista podemos proclamar a los cuatro vientos que los intentos de reforma constitucional generan desconfianza, que hay dejar las cosas como están, que el crecimiento se podría ver afectado si cambiamos la Constitución; pero nada de eso convencerá a los otros sectores emergentes (en no pocas ocasiones violentos) que claman con consolidar su nuevo poder social con sus nuevos valores, símbolos y actitudes. No hay fuerza capaz de detener el cambio. Más temprano que tarde, los derechos encontrarán su consagración constitucional.

¿Qué hacer entonces? Como dicen los jóvenes de hoy: “Asumir y resolver”. Para ello, todos debemos abrir nuestras mentes y estar dispuestos a concertar y negociar en torno a una agenda para el cambio constitucional que pueda ser puntual, gradual, razonable y pacífico. Al final del proceso, tendremos una carta moderna y eficaz producto de una justa conciliación de los intereses en juego en nuestra sociedad capaz de inspirar una conducta leal de los miembros de la sociedad… será sustancialmente mejor y diferente, aunque conserve la impresentable firma de algunos reos en cárcel y el nefasto numerito de “1993”.

Felipe Isasi Cayo