martes, 3 de agosto de 2010

RÉGIMEN JURÍDICO PARA UNA SOCIEDAD MULTICULTURAL

La historia de desencuentros entre el Gobierno Nacional, los actores económicos y sociales y las Comunidades Nativas de nuestra Amazonía, se deben básicamente a las dificultades de la Nación peruana para lograr una auténtica integración. Acaso una de las “fallas del Estado” consiste en que la búsqueda de la Unidad ha pasado por un intento de “incorporación” de las comunidades nativas a nuestro sistema de valores, símbolos y actitudes que conforman el sistema de creencias de la sociedad occidental. Por su parte, tampoco las Comunidades Nativas han logrado construir un liderazgo propio, auténticamente representativo, que le permita negociar y dialogar con las autoridades nacionales y los actores privados, con la necesaria flexibilidad y seguridad, para ir obteniendo gradualmente acuerdos satisfactorios para las comunidades, sin renunciar a su identidad y a sus valores. Esta situación ha ido aumentando las distancias entre las comunidades, las Autoridades Nacionales y los inversionistas privados, por falta de “entendimientos” y ha dejado un espacio abierto a la acción de otros grupos organizados que se arrogan la representación de los intereses de las comunidades nativas, con una agenda e intereses propios, lo cual dificulta aun más la concertación e inclusión sobre la base de las auténticas necesidades y demandas sociales. En efecto, en el proceso de diálogo el Estado y el empresariado se ha fijado como objetivo que las comunidades nativas “entiendan” nuestro sistema jurídico, nuestra economía y sus necesidades, para que como parte del “Perú” cumplan un rol funcional al sistema oficial formal y, en tiempos recientes, al sistema global. En este sentido, nuestra gran disposición de diálogo se ha basado más en el “hablar” y “explicar” para que nos entiendan, que en el “escuchar” y “atender” para entender la perspectiva de las comunidades nativas, sus necesidades reales, su concepto de desarrollo, de territorio, de propiedad etc. de manera que el Estado Nacional pueda ser funcional a la vida de las comunidades nativas. Esto se explica no porque haya habido un afán de explotación de unos peruanos sobre otros o por falta de sensibilidad, sino por la diversidad cultural que determina la existencia de una idea distinta respecto del rol que debe cumplir la Amazonía en el Desarrollo Nacional y del propio concepto de “Desarrollo”. En ocasiones se asume que las comunidades nativas constituyen una expresión del “atraso” social y económico que debe ser resuelto incorporándolas al “mercado” sobre la base de las mismas categorías jurídicas y económicas que rigen para la economía urbana y en función de las necesidades de la economía nacional. Acaso el proceso ha debido ser inverso: Buscar la “Unidad” incorporando a nuestro sistema jurídico los patrones propios del sistema de creencias de las Comunidades Nativas de un modo tal que la Constitución y las leyes, así como la conducta de los actores políticos, económicos y sociales no se limiten simplemente a “respetar” a las culturas locales, sino que promuevan fortalecimiento dentro de la modernidad, aunque ello implique reducir el ritmo de la inversión y el crecimiento económico o la postergación de la ejecución de ciertos proyectos que para el Estado Nacional revistan cierta importancia. Al final del día, lo que se pierde en velocidad del crecimiento económico se gana en sostenibilidad y equidad. No hay que olvidar que, desde una perspectiva antropológica, los sistemas de creencias que integran una cultura no son siempre verdades científicas, sino (como recuerda Augusto Salazar Bondy) un conjunto de valores, símbolos y actitudes con el que un grupo humano responde al reto de la existencia que, en muchos casos comprende percepciones y concepciones subjetivas o incluso equivocadas acerca del mundo que, sin embargo, por sus profundas raíces en la historia, ejercen un rol movilizador de los pueblos porque se percibe que cumplen una “funcionalidad esencial” para la supervivencia misma de las sociedad. En consecuencia, un intento de “transculturación” impuesto por la Ley y las políticas públicas nacionales no sólo resulta impertinente sino inviable, porque encontrará resistencia de la conciencia colectiva de las comunidades nativas y, por ende, engendrará violencia. La Constitución, las leyes, las categorías jurídicas doctrinarias y el comportamiento de las instituciones, operan a partir de ese sistema de creencias, de modo tal que cuando se produce una demanda social, el sistema la procesa poniendo en operación ese sistema de creencias, atendiéndola o rechazándola total o parcialmente. Si la persona o grupo social “demandante” encuentra que la “decisión” resultante es justa, la aceptará reafirmando el sistema jurídico. Pero si considera que la respuesta del sistema no ha sido la adecuada, desarrollará una conducta de resistencia a la decisión, combatiéndola frontalmente por medio la protesta, el comportamiento esquivo o, incluso la violencia. Cualquiera que sea el comportamiento social de rechazo, la demanda social insatisfecha quedará como un asunto “pendiente” que genera tensiones en el sistema. Si en una sociedad se produce una acumulación de demandas insatisfechas, es que algo anda mal. El sistema carece de eficiencia y de eficacia, porque no refleja el sistema de creencias de la sociedad o porque la sociedad está enferma, pero en todo caso habrá un cuestionamiento de la legitimidad del poder.El poder que se ejerce en la sociedad no puede ser simplemente una fuerza coactiva capaz de imponerse a los gobernados. Requiere además de “legitimidad”. Esta no se agota en la “legalidad” sino que, como señala Maurice Duverguer, supone una auténtica aceptación del grupo social respecto de la necesidad del poder y de que la forma en que es ejercido coincide con la imagen que tiene la sociedad reglada respecto de cómo debe ejercerse el poder. En este sentido, se afirma que no existe un poder legítimo en sí, sino un poder “considerado” legítimo, según se ejerza de acuerdo al sistema de valores imperante en la sociedad en un tiempo y lugar dados.Ahora bien, rara vez se presentan las demandas sociales como una cuestión de interés de una sola persona o grupo social en una relación biangular Ciudadano/Estado. Normalmente el “interés” de unos afecta a “otros”, lo cual exige que las decisiones de la autoridad estatal tengan un carácter neutral, es decir arbitral; de manera que, cuando se produzca una “decisión estatal”, la parte desfavorecida acepte en buena lid dicha decisión porque la percibe como “legítima”. Si el Estado carece de imparcialidad, privilegiando sistemáticamente a un grupo social determinado en perjuicio de otro u otros, perderá legitimidad y, por ende, eficacia, instaurándose el reino de la desconfianza que es igual a decir el reino del caos. El ordenamiento jurídico y la estructura del Estado es en todo tiempo y en todo lugar, una resultante de la actividad de las fuerzas sociales de modo tal que la norma jurídica y el Estado –como institución jurídica– recogen en forma preponderante el interés “victorioso” en una suerte de contienda social de diversos actores sociales que desean cosas diferentes y hasta contradictorias. Por ello, la norma jurídica siempre será objeto de la acción social de los grupos de interés que buscarán reforzarla, modificarla o derogarla, según su diverso interés. Así, en un círculo inacabable que define la relación entre el hecho social y el derecho. En este proceso intervienen elementos ideológicos, económicos, jurídicos y la propia acción social. No obstante, este proceso de confrontación de intereses es susceptible de resolverse democráticamente a través de la institucionalidad, en la medida que los distintos actores comparten las mismas reglas de juego emanadas de un mismo sistema de creencias. De este modo, en las sociedades democráticas modernas, se acepta que el derecho es uno de los instrumentos esenciales de legitimación del poder y que las normas jurídicas reflejen la voluntad social preponderante, recogiendo los intereses en juego en forma más o menos conciliada. En todo caso, cuanto más amplia sea la masa que se identifica con el resultado recogido en la norma jurídica, mayor legitimidad y estabilidad ostentará el poder y menor tensión social su ejercicio. Mayor armonía existirá en la relación socio psicológica entre los detentadores y los destinatarios del poder.Empero, en las sociedades pluriculturales como la nuestra, la cuestión es harto más difícil, puesto que no entran el juego solamente intereses diversos dentro de un solo sistema de creencias; sino sistemas de creencias distintos, con valores, símbolos, sentimientos y actitudes diversos; estructuras de pensamiento distintas que se expresan en lenguajes también diferentes y que, incluso cuando utilizan las mismas palabras, éstas no expresan las mismas ideas. En estas circunstancias, el conflicto social está siempre latente por falta de comunicación. No existe un sistema “decodificador” que permita una fluidez en el diálogo entre los actores sociales. Lo que es peor, el sistema de creencias preponderante aparece como dominante del otro u otros sistemas de creencias que coexisten en la sociedad y sus normas, valores y autoridades son percibidos como falsos, como meros pretextos para intentar legitimar la marginación y el despojo. Por lo menos, es así como ha funcionado la relación entre las comunidades nativas y el Estado nacional. Y, aunque no es materia de este trabajo, la realidad no es muy distinta en relación con las comunidades campesinas de la sierra. Cierto es que siempre ha existido una preocupación por esta problemática, pero la forma de enfrentarla ha dado siempre el mismo resultado, por aquello que decíamos al principio: La Unidad e Integración no se han intentado mediante un diálogo intercultural de igual a igual, sino buscando “incorporar” a las comunidades nativas al sistema de creencias predominante. De allí que, incluso durante la década de los años 70, en los que la legislación tenía una fuerte connotación social, las soluciones adoptadas pasaron por la idea de “titular” las tierras y conferir a las comunidades nativas de un “reconocimiento” formal a partir de fórmulas organizativas propias del derecho romano. Ya sabemos que no fueron tituladas todas las tierras ni fueron reconocidas todas las comunidades y que, parte de los conflictos actuales, encuentran su raíz en el cuestionamiento de estos procesos de reconocimiento y titulación, entre otras razones, porque probablemente las comunidades entendieron que los títulos de propiedad sobre sus tierras les conferían mayores derechos que los que el sistema jurídico realmente les reconoce.Pero es esto una fatalidad? No cabe acaso la posibilidad de unidad e integración de una sociedad multicultural con un sistema jurídico eficaz capaz de recoger en forma integrada (no simplemente conciliada o tolerada) la pluralidad de sistemas de creencias? Creemos que sí es viable, pero para ello se requiere de todos los actores públicos y privados, incluyendo a las Comunidades Nativas, empresarios y ONGS, en primer lugar, FE, es decir, creer que es posible; en segundo lugar, VOLUNTAD, querer hacerlo porque se cree que es conveniente para todos; en tercer lugar HUMILDAD, para aceptar que del otro lado de nuestra cultura hay aportes importantes para la sociedad en su conjunto, pero sobretodo CORAJE para estar dispuesto a repensarlo y cuestionarlo todo, sin excepción, es decir, estar proclives a poner en la mesa de negociaciones todos los temas que el otro desee poner sin reservarse nada; se requerirá luego, por supuesto de CREATIVIDAD para encontrar las fórmulas jurídicas correspondientes. He dicho “mesa de negociaciones” y he dicho mal; porque no se trata de colocar a los actores frente a frente desarrollando sus mejores estrategias para “arrancarle” al otro una conquista, sino de colocarse todos del mismo lado de la mesa asumiendo lealmente la responsabilidad conjunta y solidaria de encontrar la fórmula integradora de los diversos sistemas de creencias en un sistema jurídico único que sea capaz de procesar las demandas sociales con equidad y justicia, promoviendo el fortalecimiento de las diversas identidades culturales.Este nuevo régimen jurídico deberá resolver ciertos dilemas que han estado implícita o explícitamente planteados en el contexto de los lamentables conflictos sociales del año 2009, en relación con la posesión, la propiedad y aprovechamiento de las tierras y de los denominados “Territorios Amazónicos”, así como respecto de los derechos de explotación de los recursos naturales renovables y no renovables, especialmente, pero no exclusivamente, en materia de las industrias extractivas en los que la diversidad del sistema de creencias ha mostrado su cara más crítica, por lo menos, en los últimos tiempos.Aquí, en este foro, no formularemos propuestas concretas y específicas de solución de dichos dilemas, puesto que ello implicaría “imponer” una visión unilateral cayendo en el mismo error que hemos venido criticando. No obstante, creemos que sí puede resultar de alguna utilidad enunciar en qué consisten algunos de aquellos dilemas y diversas líneas orientadoras posibles para que los propios actores construyan fórmulas de solución. En efecto, refirámonos por un momento a los dilemas jurídicos de la multiculturalidad que plantea la problemática de las industrias extractivas en general y de la minería en particular que a sido mi experiencia más reciente. Nos guste o no, tenemos que reconocer que el sistema de creencias contenido en nuestro sistema constitucional y legal en esta materia, no cuenta con la aceptación de las comunidades ancestrales, especialmente de las Comunidades Nativas de la Selva peruana, sin dejar de reconocer también que existen grupos ideologizados que pretenden agudizar las contradicciones para generar violencia y “reinar en medio el desorden creado bajo los cielos”. Son ejemplos de esta tensión, las normas constitucionales que señalan que los recursos naturales son patrimonio de la Nación siendo el Estado quien, en su calidad de titular de la soberanía, fija las condiciones de su utilización y aprovechamiento; lo que entra en conflicto con la aspiración de las comunidades nativas e incluso de ciertas autoridades locales y regionales de decidir de modo general qué tipo de actividades económicas será admitido en su ámbito territorial. Lo mismo ocurre con las normas que establecen que la Concesión otorga a su titular un derecho real independiente del derecho de propiedad sobre el terreno superficial, lo cual pugna con la idea existente en algunas comunidades nativas de que quien es dueño del suelo lo es también del subsuelo. Otras normas con jerarquía de ley señalan que cualquier persona puede realizar libremente, sin necesidad de concesión, labores de “cateo” y “prospección” en todo el territorio nacional, con excepción de áreas donde ya existan concesiones mineras, áreas de no-admisión de denuncios o en terrenos cercados o cultivados, (salvo previo permiso escrito de su titular o propietario) o en zonas urbanas o de expansión urbana, en zonas reservadas para la defensa nacional, en zonas arqueológicas y sobre bienes de uso público (salvo autorización previa de la entidad competente) . Estas actividades no implican extracción económica de los recursos minerales. El “cateo” es la acción conducente a poner en evidencia indicios de mineralización por medio de labores mineras elementales y la “prospección” es la investigación conducente a determinar áreas de posible mineralización, por medio de indicaciones químicas y físicas, medidas con instrumentos y técnicas de precisión. Sin embargo, estas actividades implican un ingreso u ocupación del territorio a investigar y como las tierras de las comunidades normalmente no se encuentran delimitadas ni cercadas, se encuentran legalmente expuestas a lo que los nativos consideran una “invasión” de sus territorios. Por otro lado, existen reglas que, pese a reconocer el derecho del propietario de la tierra de no autorizar actividades extractivas por parte de terceros dentro de su propiedad, establecen un procedimiento administrativo excepcional que podría eventualmente permitir a las autoridades administrativas otorgar a dichos terceros derechos de servidumbre sobre terrenos de propiedad de las comunidades o del Estado (y antes de expropiación) por ejemplo, para permitir la racional utilización de la concesión minera. Aunque ese derecho de servidumbre implica el pago de una indemnización al propietario, las comunidades nativas lo perciben como un artificio legal creado para justificar el despojo de sus tierras.También son altamente cuestionadas, las normas que confían a las autoridades sectoriales la potestad de aprobar los instrumentos de gestión ambiental previos al inicio de las actividades extractivas, así como la forma como se ha regulado la participación ciudadana en los procesos de autorización de dichas actividades. El sistema de fiscalización, monitoreo y sanción ambiental y social también es materia de crítica. Lo es, así mismo, el régimen de concesiones forestales a favor de terceros sobre territorios comprendidos en el ámbito espacial de las comunidades nativas. Y es que, como se ha dicho ya en este foro, las comunidades nativas reclaman derechos sobre sus “territorios”, porque para ellas dicho concepto no es un concepto jurídico político, sino uno que hace referencia a una dimensión existencial en la medida que conciben al entorno en forma holística como parte de su propia identidad. Ocurre lo mismo con el concepto de propiedad sobre la tierra que nuestro derecho occidental entiende como una relación de un sujeto respecto de una cosa externa y respecto del cual el propietario puede ejercer el derecho de uso, disfrute, disposición y reivindicación; mientras que para las comunidades nativas la relación con la tierra es una del sujeto consigo mismo porque se siente integrado a su entorno y, por ende, es integral. Casi podría decirse que es incompatible con las diferencias jurídicas entre la propiedad del terreno superficial y los recursos naturales renovables y no renovables que contienen. Pero, como para la sociedad occidental el concepto de “territorio” tiene una connotación jurídico política que determina un elemento esencial del Estado (pueblo, territorio y soberanía), cuando una autoridad occidental escucha hablar a un nativo de sus “derechos territoriales”, se resiste a dialogar sobre esas bases porque entiende que el nativo está planteando una suerte de “separatismo” del Estado peruano. Frente a estos elementos de tensión caben dos opciones: a) que el Estado Nacional enarbole los principios de autoridad y de imperio de la ley, buscando imponer el “derecho” mediante el uso “legítimo” de la fuerza, asumiendo los altos “costos sociales” que ello implica; o b) adecuar la ley a la realidad social, procesando las demandas sociales mediante un nuevo régimen jurídico que incorpora la diversidad cultural, entendiendo que las organizaciones que agrupan a las comunidades nativas y sus sistemas de valores constituyen factores reales de poder que el sistema jurídico no puede ignorar más, so pena de convertir la Constitución en una simple “hoja de papel” como decía Ferdinand Lasalle y la legalidad en “letra muerta”. Resulta obvio que nosotros apostamos por la segunda opción. El derecho de los Estados no se construye en un laboratorio. El derecho está llamado a regular los comportamientos sociales, para lo cual necesariamente debe recoger los factores reales de poder y el sistema de creencias socialmente vigente, de modo tal que resulta elemental que, en una sociedad pluricultural se incorporen los valores propios de la diversidad cultural. Es realmente lírico pretender que será posible imponer la ley contraviniendo la voluntad social preponderante, aun cuando los gobernantes creyeran que el pueblo amazónico está equivocado. En este sentido, no sólo es saludable y recomendable, sino inevitable y realista, modificar el sistema jurídico imperante de la mano con las comunidades nativas y otros actores que ostentan un poder real en la sociedad, para lo cual, reiteramos es indispensable: a) “entender” las razones enunciadas de la resistencia social al orden jurídico vigente sobre ciertas materias y b) encontrar los caminos para sintonizar el sistema jurídico con la realidad social, no mediante la creación de simples mecanismos de “acceso” o “inclusión” de las comunidades nativas a los “derechos” existentes según nuestras categorías occidentales, sino mediante la creación vías de participación que garanticen a las comunidades nativas su participación protagónica en la generación de nuevas categorías jurídicas que reflejen la realidad social multicultural. La llave maestra para el inicio del proceso de diálogo orientado a la construcción de este régimen jurídico, será la Ley de Consulta previa recientemente aprobada por el Congreso en aplicación del Convenio 169 de la OIT. La cuestión es que aquí también existen discrepancias entre los diversos actores: Las Comunidades Nativas aspiran a que la Consulta tenga efectos vinculantes para las partes. Los demás actores de los poderes públicos y del sector empresarial sostienen que ello implicaría conferir a la sociedad civil un derecho de veto que ni el Convenio 169 ni la Constitución reconocen porque atentaría contra la Soberanía del Estado. ¿Pero, existe el derecho de veto o no? Si se pregunta a la Defensoría del Pueblo o a la propia OIT, responderán tajantemente que dicho instrumento internacional no confiere derecho de veto. El dilema del veto, sin embargo, se plantea sobre la base de la desconfianza recíproca existente entre el Estado Nacional y las Comunidades. Es obvio que si en una negociación alguna de las partes goza de un derecho de veto sobre la posición de la otra, queda colocada en una cómoda posición de dominio que convierte el proceso de diálogo en un ejercicio lírico; de modo que el veto de un lado o del otro debe quedar descartado. Pero, la ley sí debe garantizar que la consulta se encuentre orientada de buena fe a llegar a un acuerdo, es decir, a obtener el consentimiento, libre e informado de la población respecto de las decisiones legislativas y administrativas que le afectan directamente. Si hay acuerdo, éste es vinculante para las partes. Si no hay acuerdo, ambas partes ejercerán sus competencias y derechos en forma razonable siempre dentro del respeto a los derechos colectivos de las comunidades: La Autoridad emitirá las normas legales o Administrativas que correspondan, expresando los motivos por los que una demanda específica de las comunidades nativas no ha sido atendida de la forma como aquellas esperaban y las soluciones alternativas utilizadas para hacer respetar los derechos de los pueblos originarios y las comunidades tendrá abiertos los canales procesales administrativos, jurisdiccionales y constitucionales para cuestionar la decisión adoptada por las autoridades. La Autógrafa remitida por el Congreso al Poder Ejecutivo se encuentra en la línea de lo que estamos sosteniendo. Es decir, cuando hay acuerdo, éste es vinculante y cuando no hay acuerdo corresponde a las autoridades adoptar la decisión, pero en forma motivada y adoptando las medidas necesarias para garantizar los derechos colectivos de las comunidades.Pero este régimen jurídico no debe repetir el mismo vicio histórico consistente en la “concesión” “paternalista” de dación de normas de “reconocimiento” o titulación desde la perspectiva y las categorías de pensamiento del Estado Nacional, sino erigirse en una obra protagonizada por las propias comunidades nativas con el concurso de las autoridades políticas nacionales, regionales y municipales, así como de las fuerzas políticas. En nuestra opinión, esto es a lo único que debería dedicarse en FORO DEL ACUERDO NACIONAL debidamente reestructurado por los próximos dos o tres años.El proceso de creación de un nuevo régimen jurídico para una sociedad multicultural será largo, por lo que cabe pensar que, mientras tanto se vayan dando señales positivas generadoras de confianza:Por ejemplo: Si las comunidades nativas no admiten siquiera el ingreso a su “territorio” sin autorización de los Apus de modo que, para ellas, quien ejerce el “derecho” al cateo o la “prospección” “libre” está violando su territorio; el sistema jurídico debe suprimir el “cateo” y la “prospección libre”, sustituyéndolo por un régimen de concesiones temporales sujeto a los mecanismos de participación ciudadana. Si las comunidades nativas tampoco pueden concebir que alguien pueda gozar de un derecho real de concesión minera, distinto y a la vez compatible, con los derechos de propiedad de las comunidades o sus miembros sobre el terreno superficial o con sus “derechos territoriales”; el sistema legal debe prever un mecanismo para que, antes de otorgar una concesión minera, se cuente con la anuencia de tales comunidades, o incluso, reconocerles un derecho preferencial sobre las concesiones mineras. Más adelante, podría evaluarse la posibilidad de consolidar el derecho de propiedad sobre el terreno superficial con el derecho a extraer los recursos naturales, de manera que el titular del terreno superficial pueda negociar con los inversionistas contratos de asociación con participación en las utilidades o de cesión temporal del derecho a explorar y explotar los recursos a cambio de una regalía; lo cual garantizaría que las comunidades puedan invertir los ingresos que obtengan en actividades que garanticen su desarrollo sostenible más allá de la vida de las minas.Si las Comunidades Nativas desconfían de la imparcialidad de las autoridades sectoriales en los procesos de aprobación de los instrumentos de gestión ambiental previos al inicio de las actividades extractivas, del sistema de fiscalización, monitoreo y sanción ambiental y social; entonces no queda más que crear otros mecanismos que ofrezcan mayor confianza y seguridad a la población como, de otro lado, se viene logrando en otras localidades con los sistemas de monitoreo ambiental participativo en los que la propia población y las industrias extractivas han acordado que sea la propia población la que fiscalice la calidad de las aguas, para lo cual han sido capacitados en la toma e interpretación de las muestras correspondientes. Pero existen también dilemas políticos nacidos de la multiculturalidad. Aquí quisiera referirme a dos de ellos: a) el de los planes de desarrollo, y b) el de la descentralización de competencias hacia las autoridades (APUS) de las Comunidades Nativas. Respecto al primer asunto, la Constitución obliga a que los planes de desarrollo regional y local se subordinen a los planes nacionales del desarrollo, pero en una sociedad multicultural, las comunidades nativas exigen un proceso inverso: Que los planes nacionales de desarrollo se adecuen a los planes locales de desarrollo que nacen de un diagnóstico propio acerca de sus necesidades reales como grupos locales y de su propia visión del tipo de sociedad en la que desea vivir. En estas circunstancias, algunas comunidades (o incluso gobiernos regionales y locales) exigen que se respete una decisión a priori contraria a las industrias extractivas porque consideran que sólo les trae perjuicios traducidos en contaminación, males sociales, inflación local y, porque, en fin, alteran su sistema de vida, sin percibir a priori ningún beneficio sustancial que justifique asumir esos costos. Esto nos lleva a llamar la atención respecto de la necesidad de incorporar en forma protagónica al sistema de planeamiento estratégico del CEPLAN no sólo a los gobiernos regionales y locales sino también a las comunidades nativas; y, en ese contexto y con esos mecanismos de participación, apurar los planes de ordenamiento territorial y de creación de zonas económicas ecológicas que definan las áreas de exclusión de algunas de las actividades extractivas de mayor impacto social o ambiental por ser especialmente frágiles. Y, en ese proceso de planeamiento, resultará vital encontrar un consenso respecto de cuál es la visión de futuro de la amazonía y cuál es su rol en el desarrollo nacional. Resulta obvio (aunque no me atrevería a afirmar que para todos) que no deseamos ver convertida la selva peruana en una gran urbe plagado de grandes puentes y carreteras o en un gran complejo industrial en el que todo recurso mineral o hidrocarburífero existente será necesariamente ser explotado. Finalmente, en lo que se refiere al proceso de descentralización, somos de opinión que, más allá de los criterios estrictamente territoriales, es posible evaluar la posibilidad de un régimen de transferencia de competencias estatales a favor de las autoridades de las propias comunidades nativas (APUS y sus organizaciones), de manera que se devuelva a dichas sociedades el protagonismo de su propia vida, respetando su propio ritmo de incorporación a la sociedad global, conforme vaya avanzando el proceso de integración mediante una educación pluricultural y plurilinguística que contribuya a la formación de líderes locales con espíritu modernizador que no sacrifican su propia cultura ni abdican de sus valores. Claro está que ello no debería comprender transferencias de competencias en materia de derechos humanos ni conflicto con el carácter unitario de la República. Después de todo, como señala Hans Kelsen el Estado no es sino el resultado de un largo proceso de centralización del poder, mediante la creación de ciertos órganos especializados para la creación y aplicación de normas que lo constituyen; al cual ha precedido un régimen jurídico de las comunidades jurídicas primitivas preestatales en los que las normas generales eran creadas por vía consuetudinaria, es decir, como consecuencia de la conducta habitual de los sujetos de derecho. No existía en ellas un Tribunal Central encargado de crear normas individuales y de asegurar su aplicación por un acto coactivo. A ello se llega recién cuando los grupos locales adquieren cabal conciencia de nacionalidad, se identifican plenamente entre sí y son capaces de celebrar un gran pacto social implícito en cuya virtud delegan de su libertad absoluta a favor de una entidad jurídicamente creada denominada “Estado” que queda encargado de coordinar y devolver a los ciudadanos sus derechos naturales bajo una forma restringida o conciliada: los derechos civiles. El hombre no pierde su libertad sino que la ordena y asegura al confiársela al Estado que representará la síntesis de las libertades humanas.Quisiera terminar con una anédocta personal. Mi primer contacto con la amazonía fue a la edad de 19 años cuando, con un grupo de jóvenes estudiantes de la Universidad Católica viajamos a la zona de Aucayacu para emplearnos como peones con los colonos de aquel lugar. Me tocó convivir acaso con el hombre más pobre de la localidad, Ramón Pimentel Del Aguila: El viento se había llevado su cosecha de maíz y el río su vivienda. Sin embargo, todo el día sonreía, gastaba bromas y emprendía la jornada con optimismo, compartiendo lo poco que tenía con los campesinos sin tierra. Para mí, a esa edad temprana, fue una verdadera lección de vida: Que se puede ser pobre materialmente y, sin embargo, enfrentar la vida con la alegría de quien goza de alguna otra clase de riqueza.