lunes, 7 de mayo de 2012

LA LICENCIA SOCIAL O LA SOPA DE CAIFÁS

LA LICENCIA SOCIAL O LA SOPA DE CAIFÁS


Felipe Isasi

El derecho no es expresión del amor, sino de la justicia. El amor, la más sublime manifestación del hombre, carece de límites y reniega de la regulación o el equilibrio de intereses. Es pura Caridad. Su concreción humana más perfecta es la relación materno-filial: Con o sin reciprocidad, la madre cuerda lo da todo por el hijo, incluyendo su propia vida.

La justicia, en cambio, supone dar a cada quien lo suyo, de modo que, para determinar qué es lo que corresponde a cada quién en una sociedad, es menester la norma jurídica, aplicando la razón humana al conflicto de intereses y equilibrando éstos hasta el nivel satisfactorio para todos, que no es el punto de satisfacción absoluto de lo que cada quien percibe como su derecho, sino aquel en el que se logra la paz. Dicho de otro modo, hasta el punto en el que las partes se resignan y renuncian a hacerse justicia por propia mano o recurrir a la violencia o incluso insistir en su pretensión inicial.

Los conflictos sociales pueden verse desde esta perspectiva. Cuál es el nivel en que las partes involucradas puedan continuar como vecinos, si no amorosos, por lo menos recíprocamente respetuosos de la persona y bienes del otro.

Es curioso, pero sintomático que, en los conflictos sociales que vivimos hace algunos años en nuestro país, los opositores a la inversión privada, no hayan buscado dirimir sus diferencias ante los tribunales de justicia ni aceptado peritajes o explicaciones de ninguna clase por parte de la empresa o del Estado. Esto puede explicarse por la mera intransigencia, por la intervención de agitadores profesionales a los que no interesa la solución del problema concreto sino mantener latente el estado de zozobra, porque en ese ambiente “está su negocio”. Pero también puede interpretarse como una situación en la que los grupos opositores de la inversión se encuentran tan plenamente convencidos de su derecho a vetar la inversión que no están dispuestos a “debatir” dicha prerrogativa con nadie ni, menos aún, ceder un ápice en ello que consideran que es su derecho, es decir, lo que es “suyo“. En suma, una suerte de soberanía local o regional que no admite disputa.

Así las cosas, desde la perspectiva de los opositores locales a la inversión nada quedaría por dialogar, sino tan sólo preguntar: ¿Quieres que se ejecute este proyecto, por ejemplo, CONGA?

En esta situación extrema, el Estado se enfrenta a una encrucijada: Imponer por la fuerza la norma vigente que reconoce la titularidad del Estado nacional sobre los recursos naturales y el derecho del inversionista a ejecutar su proyecto; o reconoce la soberanía regional o local. Si opta por lo primero, habrá un costo inevitable en vidas humanas o heridos, la convivencia pacífica futura resultará imposible e, incluso, el proyecto de inversión abortará porque no existe forma de imponer por la violencia la voluntad del Estado a un grupo de resistencia organizado. Como resultado final los beneficios económicos que para la sociedad nacional se esperaban con el proyecto de inversión quedarán frustrados.

Si opta por reconocer el derecho de los pueblos a decidir si el proyecto de inversión sigue o no adelante; lo más probable es que los grupos extremistas logren vetar inicialmente algunos proyectos (CONGA, por ejemplo) y, por tanto, la Nación verá igualmente frustrada la esperanza de obtener los beneficios económicos del proyecto, sentándose el precedente conforme al cual sin licencia social no hay inversión. La diferencia radica en que en esta hipótesis no habrá muertos ni heridos y la paz quedará restablecida.

En mi opinión, si la paz es el punto de llegada de la justicia humana, nos guste o no, al Estado no le queda otro camino, que optar por esta segunda alternativa; pero como el derecho debe ser igual para todos, esta decisión deberá quedar institucionalizada a través de la norma jurídica pertinente: la demanda social se habrá convertido en derecho como tantas otras veces en nuestra historia.

Se dirá que ello sería el fin de las inversiones. No lo creo. En el mediano y largo plazo, los pueblos medirán el costo del ejercicio de su derecho de veto y cuando adviertan que otras regiones que dan la bienvenida a las inversiones gozan de mayor bienestar, recapacitarán y estarán mejor dispuestas a negociar. Los empresarios, por su parte, conscientes de que el destino de su inversión pasa por la licencia social, se adaptarán y serán más prudentes, respetuosos y socialmente responsables.

Como probablemente a la mayoría de los lectores, no me gusta nada esta conclusión; pero bien dice el cuento que la diferencia entre el Psicótico y el neurótico es que el primero no es capaz de reconocer la realidad, mientras que el segundo, la reconoce, pero le jode…



jueves, 1 de septiembre de 2011

¿Por qué cambian las Constituciones?


La Constitución es la norma jurídica “fundamental” que regula la vida de una sociedad estatal, inspirada en el sistema de creencias acerca de las relaciones que deben existir entre gobernantes y gobernados y entre éstos entre sí.  Encuadra las acciones políticas, asegurando la libertad de los ciudadanos y fijando límites a los gobernantes.  Se afirma que es la norma jurídica “fundamental”, no sólo porque recoge los valores socialmente compartidos por la sociedad reglada, sino además porque – como afirma Kelsen – las demás normas jurídicas encuentran su fundamento de validez en su armonía con las reglas establecidas en la Constitución. Pero también recibe el adjetivo de “fundamental” porque - como recuerda Ferdinand Lassalle - la Carta Magna encuentra sus fundamentos en los “factores reales de poder” a tal punto que podría afirmarse a priori que dichos factores determinan, en lo esencial, el contenido necesario de la Constitución de una sociedad estatal en un momento histórico determinado. La Constitución, en suma, “constituye” o “compone” el Estado fijando formalmente las reglas maestras acerca del modo como se deben estructurar, ordenar y relacionar las fuerzas sociales, económicas y políticas de la Nación, sobre la base del sistema de creencias socialmente preponderante y de la correlación de fuerzas existentes entre los distintos “factores reales de poder”.  

En este sentido, no debe llamarnos demasiado la atención que, desde hace algunos años, se venga demandando el cambio de la Constitución de 1993, no solamente por su carácter espurio y semántico , sino porque en la última década se ha producido un cambio social vertiginoso y de tales dimensiones que ha terminado por producir un trastrocamiento de los factores reales de poder socialmente vigentes.
En efecto, el Perú republicano de principios de siglo XX presentaba una conformación social dominada por los propietarios de grandes extensiones de tierras (latifundios), las empresas extranjeras extractoras de recursos naturales, especialmente en la minería y petróleo y los grandes exportadores de algodón y azúcar nacionales y extranjeros, frente a una industria débil e incipiente que no generaba un proletariado urbano fuerte ni organizado y una clase campesina mayoritaria pero marginada y sin organizaciones sociales que la representen. Este marco social influyó en la forma de ordenar el Estado mediante la Constitución de 1933.

Sin embargo, el Perú experimentó cambios radicales en los factores reales de poder y en la cultura política predominante, a partir de las reformas iniciadas por el gobierno militar del general Juan Velasco Alvarado, el 3 de octubre de 1968. Tal proceso de cambios significó un debilitamiento de los intereses ex¬tranjeros ra¬dicados en el Perú, en virtud de la expropiación de los yacimientos y ac¬tivos de la International Petroleum Company (IPC), Cerro de Pasco Copper Corporation, Marcona Mining Company, Gulf y otras empresas ex¬tranj¬eras asentadas en la naciente industria peruana. Así mismo, la Reforma Agraria significó una expropiación del poder fundado en la propiedad de la tierra y una redistribución de esta riqueza en favor de las masas campesinas que cobraron una gran fuerza nacida de las organizaciones fundadas como producto de la reforma. La industrial local creció, generando un proletariado urbano que, sin constituir una mayoría nacional, se organizó en sindicatos y federaciones que defendían sus conquistas. Y, finalmente, el propio Estado se fortaleció, al menos temporalmente, a partir de la actividad empresarial pública, lo que le permitió regular y dirigir la economía y, en el sector privado, el poder económico dominante se trasladó al sector financiero vinculado al capital extranjero. Esta nueva conformación de la sociedad peruana, al finalizar la década de los años 70, origina un nuevo modo de interrelación entre los grupos sociales, determinando la necesidad de cambiar la Constitución de 1933 como norma jurídica fundamental. No era posible retornar a la democracia con la misma Constitución de 1933. Se requería una nueva carta que recogiera los nuevos valores, creencias y poderes socialmente imperantes. Este nuevo mapa social explica que los arts. 42 y siguientes de la Constitución de 1979 recogieran las conquistas de los trabajadores, pero también el nuevo régimen económico definido como economía social de mercado (Art. 110 y siguientes de la Cons¬titución de 1979); así como el reconocimiento de un Estado promotor (art. 113) y del pluralismo económico (art. 112). Explica también los escasos límites señalados para la actividad empresarial del Estado (art. 133) y ciertas ausencias como el plebiscito y el referéndum, instrumentos por los que el pueblo se pronuncia res¬pecto de asuntos que interesan a la marcha de la nación, la iniciativa legislativa del pueblo y su derecho de revocar el mandato de los gobernantes cuando defrauden a la ciudadanía.

Empero, hacia finales de los años 80, el Estado Bienestar entra en crisis en el mundo entero; el mundo socialista se derrumba junto con el Muro de Berlín y termina la guerra fría. El desarrollo de las comunicaciones delata el impresionante progreso económico de países asiáticos, que hasta hacía algunos años eran más pobres que los de América Latina. El éxito se atribuye al nuevo modelo económico neoliberal, caracterizado por la desregulación, la privatización de las actividades reservadas al Estado, la liberación de trabas a la libre iniciativa privada, la competitividad internacional basada en la globalización de los mercados y la supresión de barreras arancelarias y otras normas de protección a las industrias locales, privilegiándose el interés de los consumidores. En los países de nuestra Región ese éxito económico es asociado, con cierta razón, a la existencia de regímenes autoritarios; pero – a pesar de ello- el fracaso de los sistemas estatistas y socializantes y los progresos mostrados por el denominado “modelo neoliberal”, produce gradualmente cierto cambio en la cultura política de nuestros pueblos que empiezan a identificarse con el sistema de creencias del liberalismo (traducido a un estilo “chicha” en los sectores margina¬les de la sociedad y más moderno en las capas altas). El espíritu emprendedor y de lucro ya no produce sentimientos de “culpa” y, antes bien, es percibido como un “valor” social. El rol del empresario en la sociedad va ganando prestigio y deja de ser percibido como un "explotador" cuya codicia explica la pobreza de los demás. Los propios partidos políticos que en la década del 70 acudían al apelativo de “social”, “socialista” o “popular”, comienzan a renunciar (tácticamente, pero no “programáticamente”) a esta vocación populista. Para bien y para mal se fue consolidando un nuevo espíritu individualista y materialista al lado del desprestigio de las ideologías socialistas. El cambio es jalado por los caballos de la economía, pero se trae por tierra a las instituciones políticas y a los valores éticos y democráticos hasta entonces en vigor. Los dirigentes políticos y sindicales ya no pesan. Los empresarios de todos los niveles marcan el paso.

En el Perú ese cambio social se inició contraviniendo “desde arriba” las normas y valores de la Constitución de 1979 entonces vigente y, luego, mediante un “autogolpe” de Estado cuyos detentadores fácticos del poder lograron perdurar el tiempo suficiente en el gobierno como para consagrar el “nuevo orden” en la Constitución de 1993. Esta carta suprime el intervencionismo estatal, abre las posibilidades de privatización de casi todas las actividades antes reservadas al Estado, elimina o reduce los derechos laborales que son considerados como “sobrecostos” a la empresa privada que le restan competitividad, se debilita la acción sindical que no es capaz de movilizar a sus agremiados y se privilegia las leyes del mercado.

Empero, aunque el progreso económico estimulado por una revolución tecnológica sin precedentes, entusiasma a quienes logran articularse en el sistema; casi imperceptiblemente va produciéndose un incremento de la desigualdad y la exclusión social que amenaza el propio modelo porque esta vez los sectores afectados cuentan con mejores herramientas para protestar, hacerse oír y organizarse precisamente por los avances tecnológicos particularmente en el ámbito de las comunicaciones. El pobre ya no calla, habla en voz alta, comunica, organiza y lidera e incluso lograr adquirir poder social sobre la base de su mejor capacidad de organización y de los recursos que lograr captar de las ONG internacionales que se identifican con su banderas, sean éstas de carácter ambiental, étnicas o economicistas.

Los factores reales de poder socialmente vigentes no son, hoy en día, los mismos que los existentes al inicio de los años noventa del Siglo XX. La clase empresarial se ha consolidado y crecido enormemente, pero las organizaciones populares, son un contrapeso decisivo y se han erigido en un poder real que reclaman y legitiman su acción sobre la base de “nuevos” derechos universalmente reconocidos dentro de una suerte de nueva “Cultura Política”, tales como la participación ciudadana en las decisiones de legislación y gobierno, la consulta previa y el respeto al medioambiente que ponen límites a la acción de los gobernantes y a la “libre iniciativa privada” respectivamente. Incluso, en el Perú como en algunos otros países ya se viene consolidando la idea de un derecho de las comunidades a la participación directa en los beneficios que genera la inversión privada en el sector de las industrias extractivas.

Así las cosas, desde nuestra cosmovisión urbana y modernista podemos proclamar a los cuatro vientos que los intentos de reforma constitucional generan desconfianza, que hay dejar las cosas como están, que el crecimiento se podría ver afectado si cambiamos la Constitución; pero nada de eso convencerá a los otros sectores emergentes (en no pocas ocasiones violentos) que claman con consolidar su nuevo poder social con sus nuevos valores, símbolos y actitudes. No hay fuerza capaz de detener el cambio. Más temprano que tarde, los derechos encontrarán su consagración constitucional.

¿Qué hacer entonces? Como dicen los jóvenes de hoy: “Asumir y resolver”. Para ello, todos debemos abrir nuestras mentes y estar dispuestos a concertar y negociar en torno a una agenda para el cambio constitucional que pueda ser puntual, gradual, razonable y pacífico. Al final del proceso, tendremos una carta moderna y eficaz producto de una justa conciliación de los intereses en juego en nuestra sociedad capaz de inspirar una conducta leal de los miembros de la sociedad… será sustancialmente mejor y diferente, aunque conserve la impresentable firma de algunos reos en cárcel y el nefasto numerito de “1993”.

Felipe Isasi Cayo

lunes, 1 de agosto de 2011

Los Límites de La Presunción de Legitimidad de los Actos Administrativos

La presunción de legitimidad de los actos administrativos consiste en una suposición jurídica de que el acto administrativo ha sido emitido conforme a derecho, es decir que, en principio, es un acto regular. Es una resultante de la juridicidad con que se mueve la actividad estatal. En otras palabras, los actos administrativos se presumen válidos. En este sentido ha dicho VIDAL PERDOMO, que “(...) la presunción de legalidad torna en demandante a quien quiere controvertir la validez de los actos (...)” Esta característica recibe también el nomen iuris de presunción de legalidad o de validez o de juridicidad.



Según DROMI, son efectos de la presunción de legitimidad: a) que su legitimidad no requiere una declaración especial, b) que su anulación por el órgano jurisdiccional sólo procede a instancia de parte, no pudiendo declararse de oficio en vía incidental, c) que su ilegitimidad debe ser probada d) que goza de la nota de la ejecutividad y ejecutoriedad y e) que el acto administrativo constituye un instrumento público.



El mismo jurista argentino sostiene que el fundamento de la presunción de legitimidad es de orden formal y sustancial. Desde el punto de vista formal el fundamento radica en las garantías subjetivas y objetivas que preceden a la emanación del acto administrativo. Desde el punto de vista sustancial, sólo la ley es fuente de la presunción de legitimidad. En consecuencia, con la consagración normativa de la presunción de legitimidad se disipan las posibles dudas interpretativas. Además, la presunción de legitimidad de los actos administrativos deriva del principio de interpretación constitucional recogido por la jurisprudencia argentina que consagra a su vez la presunción de validez de los actos estatales.



En nuestra opinión, es la ley la fuente formal de la presunción de legitimidad y la seguridad jurídica, su fundamento material y en orden a la naturaleza de tal fuente y tal fundamento, nada impide que el legislador introduzca los correctivos que fueren necesarios para que la presunción de legitimidad no se convierta en instrumento de injusticias.



En efecto, en el Perú, el artículo 8° de la Ley del Procedimiento Administrativo General N° 27444, señala que es válido el acto administrativo dictado conforme al ordenamiento jurídico mientras que el artículo siguiente establece que todo acto administrativo se considera válido en tanto su pretendida nulidad no sea declarada por autoridad administrativa o jurisdiccional, según corresponda. En consecuencia, de la lectura concordada de ambos artículos se colige que nuestro ordenamiento jurídico recoge la presunción de legitimidad de los actos administrativos, coincidiendo con la doctrina virtualmente unánime y con la legislación comparada.



No obstante, la presunción de legitimidad tiene sus límites. DROMI ha señalado que se trata una presunción juris tantum, que puede ser desvirtuada por el interesado demostrando que el acto administrativo contraviene el orden jurídico, pues si bien la legitimidad se presume, dicho acto, en un caso concreto, puede aparecer en contradicción con el derecho positivo. Pero, además, cuando el vicio es manifiesto, grosero o grave, se destruye por sí mísma esta presunción, caso contrario estaríamos frente a lo que AGUSTÍN GORDILLO ha calificado como un enfoque político, estatista y autoritario del acto administrativo. GARCIA DE ENTERRÍA Y FERNÁNDEZ sostienen también que “(...) para que la presunción de validez opere es necesario que el acto reúna unas condiciones externas mínimas de legitimidad. Quiere esto decir que la presunción de validez que la Ley establece no es algo gratuito y carente de fundamento, sino algo que se apoya en una base real que le presta, en principio, una justificación. El acto administrativo se presume legítimo en la medida que emana de una autoridad que lo es igualmente. Por tanto, cuando el propio aspecto externo del acto desmienta su procedencia de una autoridad legítima desaparece el soporte mismo de la presunción legal. Así ocurre cuando tal autoridad es manifiestamente incompetente o cuando demuestra serlo al ordenar conductas imposibles o delictivas o al adoptar sus decisiones con total y absoluto olvido de los procedimientos legales (...)”



Compartimos estas opiniones. No obstante, los autores españoles citados destruyen su propia construcción doctrinaria, al distinguir el plano jurídico del material, afirmando que el acto nulo de pleno derecho es igualmente susceptible de ejecución forzosa por la administración pública, de modo que el administrado siempre requerirá de un procedimiento recursal para neutralizar el acto administrativo írrito, a menos que se trate de un acto inexistente. Nosotros pensamos que los actos nulos de pleno derecho carecen de presunción de legitimidad per se y que respecto de ellos la autoridad administrativa está desprovista jurídicamente de la potestad ejecutoria, porque la nulidad manifiesta y grave genera su ineficacia ab initio. Si en el plano material la administración hace uso de los mecanismos materiales e incluso jurídicos disponibles para imponer su írrita voluntad (cosa que efectivamente no sólo es posible sino frecuente) habrá sumado una nueva arbitrariedad al antijurídico primigenio.



De ninguna manera puede considerarse el acto ejecutorio como legítimo pese a ser ilegítimo el acto ejecutado. Lo que sí es cierto es que, como señala GARCÍA LUENGO, pese a que la nulidad de pleno derecho no requiere de declaración en sede administrativa o judicial; cuando el administrado se resiste simplemente al cumplimiento de un acto administrativo de tales características, sin impugnarlo, lo hace bajo su propio riesgo, ya que si la irregularidad no tiene objetivamente el carácter generador de la nulidad de pleno derecho (lo que en definitiva decidirán sólo los tribunales), el error de apreciación podrá suponerle la pérdida de la posibilidad de una impugnación ordinaria del acto perjudicial a sus intereses y podrá haber dado lugar a una acción ejecutoria de la Administración de difícil reparación (por no haber impugnado el acto dentro de los plazos previsrtos en la ley). En este sentido, el requisito de la necesidad de la evidencia en la infracción al ordenamiento del acto administrativo nulo de pleno derecho para correr el riesgo de desacatarlo cobra también un profundo sentido práctico, concluye GARCÍA LUENGO.



En todo caso, si la fuerza material ejecutoria del acto nulo de pleno derecho no puede ser resistida materialmente sí podrá serlo jurídicamente y la imposición de un acto manifiestamente nulo no estará exenta de consecuencias en el plano de la responsabilidad administrativa y patrimonial de la administración y del propio funcionario. En consecuencia, nada de esto desvirtúa el aserto según el cual existen actos administrativos que no gozan de la presunción de validez o legitimidad por ser manifiestamente nulos o, incluso en nuestra opinión, algunos jurídicamente inexistentes.



Ahora bien, la distinción entre el acto administrativo nulo de pleno derecho y el acto administrativo anulable, propia del derecho español y argentino, permite enfrentar con una mayor facilidad el debate acerca de los límites de la presunción de legitimidad de los actos administrativos, así como aceptar más o menos pacíficamente nuestra tesis acerca de la existencia excepcional de ciertos actos administrativos que no gozan de la presunción de legitimidad ni, por ende, de las notas de ejecutividad y ejecutoriedad. Empero, nuestra ley no reconoce tal distinción, sino que alude solamente a una categoría de actos administrativos nulos a secas, denominada “nulidad de pleno derecho” que, según los autores del proyecto, ni siquiera conrrespondió a la intención del legislador sancionarla como tal . En este sentido, en el Perú resulta menos pacífico aceptar la tesis que venimos sosteniendo, porque - como queda dicho - para nuestro derecho positivo el acto administrativo es válido en tanto su pretendida nulidad no sea declarada por autoridad administrativa o jurisdiccional. En consecuencia, aparentemente la presunción de legitimidad no admite, en nuestra legislación, las excepciones que proponemos....



...pero debería admitirlas: Si del propio acto fluye una contravención grave del ordenamiento jurídico y, por ende, su nulidad; tendríamos que colegir con DROMI, que resulta incuestionable el derecho del administrado a desobedecer el acto manifiestamente nulo respecto del cual no cabe argüir la presunción de legitimidad. En este sentido, no podemos menos que cuestionar la bondad del artículo 12.2 de la Ley del Procedimiento Administrativo General N° 27444, que por timidez incurre en obviedad inocua cuando señala que “(...) Respecto del acto declarado nulo, los administrados no están obligados a su cumplimiento y los servidores públicos deberán oponerse a la ejecución del acto, fundando y motivando su negativa (...)” ¡Por supuesto que el acto declarado nulo ya no obliga! Esta es una verdad de Perogrullo. Empero ese no es el punto. El asunto es qué ocurre con un acto grave y manifiestamente nulo cuya nulidad no ha sido aún declarada por la autoridad competente. ¿Puede gozar de la presunción de legitimidad? ¿Cómo se explica entonces la cláusula constitucional conforme a la cual “(...) Nadie debe obediencia a un gobierno usurpador, ni a quienes asumen funciones públicas en violación de la Constitución y de las leyes (...) ” o ¿sobre qué base jurídica se sostiene la objeción de conciencia frente a órdenes violatorias de los derechos humanos?



En nuestra opinión, es posible sostener la objeción de conciencia y otros supuestos de desobediencia civil de cierta clase de actos que no merecen gozar de la presunción de legitimidad, sobre la base de la teoría de los actos inexistentes que la doctrina nacional ha rechazado en forma mayoritaria, pese a que ya en el derecho comparado se admite en forma residual. Como advierte Ruiz Eldredge, la doctrina francesa ha distinguido entre el acto nulo y el acto inexistente (non avenus) en la medida que éste último no es susceptible de ingresar siquiera en la condición de acto nulo dentro de la órbita del derecho, porque resulta tan ostensible o grosera la ausencia en tal acto de los elementos de hecho o de otros que es lógicamente imposible concebir su existencia. En cita de Walline, señala el jurtista peruano que, cuando la irregularidad es tan flagrante, no se puede exigir al administrado el respeto de un acto administrativo que de tal sólo tiene el nombre, como por ejemplo el de una pretendida decisión administrativa de un agente sin poder de decisión o de pretender la administración juzgar en vez del tribunal competente o de la decisión de un ministro o alto funcionario sin competencia por razón de materia y en general lo de ilegalidad manifiesta .



La utilidad práctica de la Teoría de los Actos Inexistentes resulta también manifiesta ya que, como señalan GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ, responde a una razón y a una necesidad muy concreta: La ley podría no haber consignado como requisito de validez del acto algún elemento que resulte obvio. Si tal requi¬sito llegara a faltar en algún caso, “(...) el intento de sancionar su ausencia tropezaría con la vieja regla pas de nullité sans texte (no hay nulidad sin norma que expresamente la establezca). Justamente para superar este obstáculo, que impediría eliminar actos o negocios rigurosamente inadmisibles, se dice que el acto al que faltan alguno de estos requisi¬tos, más que un acto nulo, es inexistente (...) ya que ni siquie¬ra puede decirse que tenga la apariencia de un acto administrativo(...)”



Como hemos adelantado, nuestro sistema legal no ha distinguido entre la nulidad y anulabilidad del acto administrativo, como sí lo hacen otros sistemas administrativos comparados (España, Argentina, por ejemplo). En dichos sistemas, sin embargo, la diferencia entre nulidad y anulabilidad no está determinada por el tipo de interés puesto en juego, como ocurre en el derecho civil, sino por el grado o intensidad del vicio. Pero la Ley peruana no sólo no distingue entre anulabilidad y nulidad en la forma que lo hace, por ejemplo, la ley española que le sirve de inspiración al legislador peruano; sino que los supuestos de invalidez también son absolutamente diversos. En efecto, el Artículo 10° de la Ley del Procedimiento Administrativo General Nº 27444, sanciona con nulidad “de pleno derecho”, los actos administrativos que contravengan la Constitución, las leyes o las normas reglamentarias; los que presenten defecto u omisión de alguno de sus requisitos de validez, salvo que se presente alguno de los supuestos de conservación del acto a que se refiere el Artículo 14 ; los actos expresos o los que resulten como consecuencia de la aprobación automática o por silencio administrativo positivo, por los que se adquiere facultades, o derechos, cuando son contrarios al ordenamiento jurídico, o cuando no se cumplen con los requisitos, documentación o trámites esenciales para su adquisición; y los actos administrativos que sean constitutivos de infracción penal, o que se dicten como consecuencia de la misma. Nada hubiera impedido al legislador regular en forma diversa los casos de nulidad absoluta de pleno derecho y las hipótesis de nulidad relativa, reservando la primera para los casos más graves y evidentes en los que no resulte razonable presumir la legitimidad del acto. Acompaña nuestro razonamiento los aportes de la doctrina alemana recepcionados en España, bajo las tesis de la especial gravedad, la evidencia (Evidenztheorie) y la antijuridicidad absoluta . Sin embargo, no ha sido así...



No existiendo tal diferencia en nuestro derecho positivo, la resistencia al cumplimiento de los actos cuya nulidad revista una especial gravedad y cuyos vicios sean manifiestos deberá sustentarse en nuestro país en la doctrina de los actos administrativos inexistentes bajo el prisma de los principios constitucionales. Claro está que estaríamos hablando de casos excepcionales y, como ya se ha adelantado, bajo el propio riesgo del administrado, riesgo que será relativo en la medida que existen actos que, como ha sostenido un autor, llevan su antijuricidad absoluta “escrita en la frente” y respecto de los cuales nadie puede razonablemente oponer la presunción de validez en aras de la seguridad jurídica o la confianza. Me refiero a situaciones tales como una orden de torturar o un acto de privación de la nacionalidad o el proveniente de autoridad usurpada que nuestra Constitución ordena (no sólo permite) desobedecer. Es interesante el avance señalado por el Artículo 22 del Reglamento de la Ley del Servicio Diplomático aprobado mediante Decreto Supremo Nº 130-2003-RE conforme al cual “(...) En el Servicio Diplomático no existe obediencia debida basada en el simple ejercicio de la autoridad. Los funcionarios no están obligados a acatar instrucciones u órdenes inconstitucionales o ilegales (...)” ¿Actos administrativos inexistentes?



En el ánimo de dar una solución práctica a la cuestión planteada, sugerimos en la Comisión encargada de la revisión de la Ley 27444, algunas alternativas que no fueron aceptadas, pero que creemos útil ventilar aquí, no como fórmulas acabadas, sino como ideas sobre las cuales reflexionar. La primera propuesta consistía en agregar en el 9° de la Ley 27444, como excepción al principio de presunción de validez del acto administrativo, la declaración por mandato legal de la “inexistencia” de los actos que provengan de autoridad manifiestamente usurpada o que contengan un mandato jurídica o físicamente imposible o una violación de los derechos a la vida, a la identidad e integridad de la persona, a la prohibición de la esclavitud y servidumbre, a la libertad de conciencia y religión y a la nacionalidad. La enumeración de estas causales se inspira en el artículo 46 de la Constitución Política del Perú y en el artículo 27 de la Convención Americana de Derechos Humanos, pero admitimos que podría ser mejorada. La segunda propuesta alternativa pretendía sancionar los mismos actos como “(...) nulos de pleno derecho y, por ende, absolutamente ineficaces sin necesidad de declaración judicial o administrativa (...)”.



Cabe reiterar que el desconocimiento de la doctrina de los actos inexistentes en el derecho peruano, encierra una incoherencia: En efecto, el artículo 46 de nuestra Constitución antes citado, señala simultáneamente que nadie debe obediencia a un gobierno usurpador ni a quien asume funciones públicas en violación de la Constitución y las leyes y que son nulos los actos que proceden de autoridad usurpada. Si fueran simplemente nulos, tales actos deberían ser obedecidos en tanto su pretendida nulidad no sea declarada de acuerdo con el artículo 9 de la Ley 27444 , con lo cual la primera parte de la cláusula constitucional acotada se vería neutralizada convirtiéndose en letra muerta. Por ello, en nuestra opinión, como la reglas constitucionales deben ser interpretadas en forma sistemática a la luz de los principios de coherencia normativa y de eficacia integradora del ordenamiento jurídico, sólo cabe entender congruentemente que la nulidad de los actos provenientes de autoridad usurpada y de quien asume funciones públicas en violación de la Constitución y las leyes, es en rigor Inexistencia del Acto.



Más aún: El artículo 139 inc. 19 de la propia Carta de 1993 prohibe ejercer función judicial a quien no ha sido nombrado en la forma prevista por la Constitución o la ley y dispone que los órganos jurisdiccionales no pueden darle posesión del cargo, bajo responsabilidad; en otras palabras, deben desconocer el acto administrativo de nombramiento de tal magistrado, lo que es lo mismo que considerarlo inexistente. Si fuera simplemente nulo, el acto de nombramiento debiera ser acatado, mientras no se declare su nulidad. Otra vez, la letra muerta?.



Por estas consideraciones, pensamos que una negativa tan contundente y virtualmente unánime de la teoría de los actos inexistentes como la que ostenta la doctrina nacional, es digna de un mayor esfuerzo. Mientras tanto, nos inclinamos a admitirla con carácter ciertamente residual, pero aplicable incluso a ciertos actos de transgresión del ordenamiento jurídico cuando, pudiendo encuadrarse en las causales del artículo 10° de la ley 27444, no resulte, sin embargo, posible admitir la presunción de legitimidad por ostentar un vicio manifiesto y grave. Creemos que la doctrina de los actos inexistentes debe entenderse incorporada en nuestro derecho administrativo de modo que se encuentre alineado con la moderna doctrina del Estado Constitucional garantista que permite al ciudadano oponer resistencia a ciertos actos de autoridad que revisten un abuso o desviación de poder, sin esperar una declaración formal de nulidad en sede administrativa o judicial. Insistimos en que resulta vital garantizar, la objeción de conciencia frente a una orden administrativa impartida a un funcionario que implique violación de los derechos derechos humanos o, inclusive, frente a los actos directamente dirigidos contra los administrados que implican violación grave de sus derechos constitucionales.



Reconocemos que nuestros planteamientos son susceptibles de las más inteligentes contestaciones, pero nos hemos permitido estas reflexiones confiados en que cogitationes poenam nemo patitur .


Felipe Isasi Cayo

martes, 3 de agosto de 2010

RÉGIMEN JURÍDICO PARA UNA SOCIEDAD MULTICULTURAL

La historia de desencuentros entre el Gobierno Nacional, los actores económicos y sociales y las Comunidades Nativas de nuestra Amazonía, se deben básicamente a las dificultades de la Nación peruana para lograr una auténtica integración. Acaso una de las “fallas del Estado” consiste en que la búsqueda de la Unidad ha pasado por un intento de “incorporación” de las comunidades nativas a nuestro sistema de valores, símbolos y actitudes que conforman el sistema de creencias de la sociedad occidental. Por su parte, tampoco las Comunidades Nativas han logrado construir un liderazgo propio, auténticamente representativo, que le permita negociar y dialogar con las autoridades nacionales y los actores privados, con la necesaria flexibilidad y seguridad, para ir obteniendo gradualmente acuerdos satisfactorios para las comunidades, sin renunciar a su identidad y a sus valores. Esta situación ha ido aumentando las distancias entre las comunidades, las Autoridades Nacionales y los inversionistas privados, por falta de “entendimientos” y ha dejado un espacio abierto a la acción de otros grupos organizados que se arrogan la representación de los intereses de las comunidades nativas, con una agenda e intereses propios, lo cual dificulta aun más la concertación e inclusión sobre la base de las auténticas necesidades y demandas sociales. En efecto, en el proceso de diálogo el Estado y el empresariado se ha fijado como objetivo que las comunidades nativas “entiendan” nuestro sistema jurídico, nuestra economía y sus necesidades, para que como parte del “Perú” cumplan un rol funcional al sistema oficial formal y, en tiempos recientes, al sistema global. En este sentido, nuestra gran disposición de diálogo se ha basado más en el “hablar” y “explicar” para que nos entiendan, que en el “escuchar” y “atender” para entender la perspectiva de las comunidades nativas, sus necesidades reales, su concepto de desarrollo, de territorio, de propiedad etc. de manera que el Estado Nacional pueda ser funcional a la vida de las comunidades nativas. Esto se explica no porque haya habido un afán de explotación de unos peruanos sobre otros o por falta de sensibilidad, sino por la diversidad cultural que determina la existencia de una idea distinta respecto del rol que debe cumplir la Amazonía en el Desarrollo Nacional y del propio concepto de “Desarrollo”. En ocasiones se asume que las comunidades nativas constituyen una expresión del “atraso” social y económico que debe ser resuelto incorporándolas al “mercado” sobre la base de las mismas categorías jurídicas y económicas que rigen para la economía urbana y en función de las necesidades de la economía nacional. Acaso el proceso ha debido ser inverso: Buscar la “Unidad” incorporando a nuestro sistema jurídico los patrones propios del sistema de creencias de las Comunidades Nativas de un modo tal que la Constitución y las leyes, así como la conducta de los actores políticos, económicos y sociales no se limiten simplemente a “respetar” a las culturas locales, sino que promuevan fortalecimiento dentro de la modernidad, aunque ello implique reducir el ritmo de la inversión y el crecimiento económico o la postergación de la ejecución de ciertos proyectos que para el Estado Nacional revistan cierta importancia. Al final del día, lo que se pierde en velocidad del crecimiento económico se gana en sostenibilidad y equidad. No hay que olvidar que, desde una perspectiva antropológica, los sistemas de creencias que integran una cultura no son siempre verdades científicas, sino (como recuerda Augusto Salazar Bondy) un conjunto de valores, símbolos y actitudes con el que un grupo humano responde al reto de la existencia que, en muchos casos comprende percepciones y concepciones subjetivas o incluso equivocadas acerca del mundo que, sin embargo, por sus profundas raíces en la historia, ejercen un rol movilizador de los pueblos porque se percibe que cumplen una “funcionalidad esencial” para la supervivencia misma de las sociedad. En consecuencia, un intento de “transculturación” impuesto por la Ley y las políticas públicas nacionales no sólo resulta impertinente sino inviable, porque encontrará resistencia de la conciencia colectiva de las comunidades nativas y, por ende, engendrará violencia. La Constitución, las leyes, las categorías jurídicas doctrinarias y el comportamiento de las instituciones, operan a partir de ese sistema de creencias, de modo tal que cuando se produce una demanda social, el sistema la procesa poniendo en operación ese sistema de creencias, atendiéndola o rechazándola total o parcialmente. Si la persona o grupo social “demandante” encuentra que la “decisión” resultante es justa, la aceptará reafirmando el sistema jurídico. Pero si considera que la respuesta del sistema no ha sido la adecuada, desarrollará una conducta de resistencia a la decisión, combatiéndola frontalmente por medio la protesta, el comportamiento esquivo o, incluso la violencia. Cualquiera que sea el comportamiento social de rechazo, la demanda social insatisfecha quedará como un asunto “pendiente” que genera tensiones en el sistema. Si en una sociedad se produce una acumulación de demandas insatisfechas, es que algo anda mal. El sistema carece de eficiencia y de eficacia, porque no refleja el sistema de creencias de la sociedad o porque la sociedad está enferma, pero en todo caso habrá un cuestionamiento de la legitimidad del poder.El poder que se ejerce en la sociedad no puede ser simplemente una fuerza coactiva capaz de imponerse a los gobernados. Requiere además de “legitimidad”. Esta no se agota en la “legalidad” sino que, como señala Maurice Duverguer, supone una auténtica aceptación del grupo social respecto de la necesidad del poder y de que la forma en que es ejercido coincide con la imagen que tiene la sociedad reglada respecto de cómo debe ejercerse el poder. En este sentido, se afirma que no existe un poder legítimo en sí, sino un poder “considerado” legítimo, según se ejerza de acuerdo al sistema de valores imperante en la sociedad en un tiempo y lugar dados.Ahora bien, rara vez se presentan las demandas sociales como una cuestión de interés de una sola persona o grupo social en una relación biangular Ciudadano/Estado. Normalmente el “interés” de unos afecta a “otros”, lo cual exige que las decisiones de la autoridad estatal tengan un carácter neutral, es decir arbitral; de manera que, cuando se produzca una “decisión estatal”, la parte desfavorecida acepte en buena lid dicha decisión porque la percibe como “legítima”. Si el Estado carece de imparcialidad, privilegiando sistemáticamente a un grupo social determinado en perjuicio de otro u otros, perderá legitimidad y, por ende, eficacia, instaurándose el reino de la desconfianza que es igual a decir el reino del caos. El ordenamiento jurídico y la estructura del Estado es en todo tiempo y en todo lugar, una resultante de la actividad de las fuerzas sociales de modo tal que la norma jurídica y el Estado –como institución jurídica– recogen en forma preponderante el interés “victorioso” en una suerte de contienda social de diversos actores sociales que desean cosas diferentes y hasta contradictorias. Por ello, la norma jurídica siempre será objeto de la acción social de los grupos de interés que buscarán reforzarla, modificarla o derogarla, según su diverso interés. Así, en un círculo inacabable que define la relación entre el hecho social y el derecho. En este proceso intervienen elementos ideológicos, económicos, jurídicos y la propia acción social. No obstante, este proceso de confrontación de intereses es susceptible de resolverse democráticamente a través de la institucionalidad, en la medida que los distintos actores comparten las mismas reglas de juego emanadas de un mismo sistema de creencias. De este modo, en las sociedades democráticas modernas, se acepta que el derecho es uno de los instrumentos esenciales de legitimación del poder y que las normas jurídicas reflejen la voluntad social preponderante, recogiendo los intereses en juego en forma más o menos conciliada. En todo caso, cuanto más amplia sea la masa que se identifica con el resultado recogido en la norma jurídica, mayor legitimidad y estabilidad ostentará el poder y menor tensión social su ejercicio. Mayor armonía existirá en la relación socio psicológica entre los detentadores y los destinatarios del poder.Empero, en las sociedades pluriculturales como la nuestra, la cuestión es harto más difícil, puesto que no entran el juego solamente intereses diversos dentro de un solo sistema de creencias; sino sistemas de creencias distintos, con valores, símbolos, sentimientos y actitudes diversos; estructuras de pensamiento distintas que se expresan en lenguajes también diferentes y que, incluso cuando utilizan las mismas palabras, éstas no expresan las mismas ideas. En estas circunstancias, el conflicto social está siempre latente por falta de comunicación. No existe un sistema “decodificador” que permita una fluidez en el diálogo entre los actores sociales. Lo que es peor, el sistema de creencias preponderante aparece como dominante del otro u otros sistemas de creencias que coexisten en la sociedad y sus normas, valores y autoridades son percibidos como falsos, como meros pretextos para intentar legitimar la marginación y el despojo. Por lo menos, es así como ha funcionado la relación entre las comunidades nativas y el Estado nacional. Y, aunque no es materia de este trabajo, la realidad no es muy distinta en relación con las comunidades campesinas de la sierra. Cierto es que siempre ha existido una preocupación por esta problemática, pero la forma de enfrentarla ha dado siempre el mismo resultado, por aquello que decíamos al principio: La Unidad e Integración no se han intentado mediante un diálogo intercultural de igual a igual, sino buscando “incorporar” a las comunidades nativas al sistema de creencias predominante. De allí que, incluso durante la década de los años 70, en los que la legislación tenía una fuerte connotación social, las soluciones adoptadas pasaron por la idea de “titular” las tierras y conferir a las comunidades nativas de un “reconocimiento” formal a partir de fórmulas organizativas propias del derecho romano. Ya sabemos que no fueron tituladas todas las tierras ni fueron reconocidas todas las comunidades y que, parte de los conflictos actuales, encuentran su raíz en el cuestionamiento de estos procesos de reconocimiento y titulación, entre otras razones, porque probablemente las comunidades entendieron que los títulos de propiedad sobre sus tierras les conferían mayores derechos que los que el sistema jurídico realmente les reconoce.Pero es esto una fatalidad? No cabe acaso la posibilidad de unidad e integración de una sociedad multicultural con un sistema jurídico eficaz capaz de recoger en forma integrada (no simplemente conciliada o tolerada) la pluralidad de sistemas de creencias? Creemos que sí es viable, pero para ello se requiere de todos los actores públicos y privados, incluyendo a las Comunidades Nativas, empresarios y ONGS, en primer lugar, FE, es decir, creer que es posible; en segundo lugar, VOLUNTAD, querer hacerlo porque se cree que es conveniente para todos; en tercer lugar HUMILDAD, para aceptar que del otro lado de nuestra cultura hay aportes importantes para la sociedad en su conjunto, pero sobretodo CORAJE para estar dispuesto a repensarlo y cuestionarlo todo, sin excepción, es decir, estar proclives a poner en la mesa de negociaciones todos los temas que el otro desee poner sin reservarse nada; se requerirá luego, por supuesto de CREATIVIDAD para encontrar las fórmulas jurídicas correspondientes. He dicho “mesa de negociaciones” y he dicho mal; porque no se trata de colocar a los actores frente a frente desarrollando sus mejores estrategias para “arrancarle” al otro una conquista, sino de colocarse todos del mismo lado de la mesa asumiendo lealmente la responsabilidad conjunta y solidaria de encontrar la fórmula integradora de los diversos sistemas de creencias en un sistema jurídico único que sea capaz de procesar las demandas sociales con equidad y justicia, promoviendo el fortalecimiento de las diversas identidades culturales.Este nuevo régimen jurídico deberá resolver ciertos dilemas que han estado implícita o explícitamente planteados en el contexto de los lamentables conflictos sociales del año 2009, en relación con la posesión, la propiedad y aprovechamiento de las tierras y de los denominados “Territorios Amazónicos”, así como respecto de los derechos de explotación de los recursos naturales renovables y no renovables, especialmente, pero no exclusivamente, en materia de las industrias extractivas en los que la diversidad del sistema de creencias ha mostrado su cara más crítica, por lo menos, en los últimos tiempos.Aquí, en este foro, no formularemos propuestas concretas y específicas de solución de dichos dilemas, puesto que ello implicaría “imponer” una visión unilateral cayendo en el mismo error que hemos venido criticando. No obstante, creemos que sí puede resultar de alguna utilidad enunciar en qué consisten algunos de aquellos dilemas y diversas líneas orientadoras posibles para que los propios actores construyan fórmulas de solución. En efecto, refirámonos por un momento a los dilemas jurídicos de la multiculturalidad que plantea la problemática de las industrias extractivas en general y de la minería en particular que a sido mi experiencia más reciente. Nos guste o no, tenemos que reconocer que el sistema de creencias contenido en nuestro sistema constitucional y legal en esta materia, no cuenta con la aceptación de las comunidades ancestrales, especialmente de las Comunidades Nativas de la Selva peruana, sin dejar de reconocer también que existen grupos ideologizados que pretenden agudizar las contradicciones para generar violencia y “reinar en medio el desorden creado bajo los cielos”. Son ejemplos de esta tensión, las normas constitucionales que señalan que los recursos naturales son patrimonio de la Nación siendo el Estado quien, en su calidad de titular de la soberanía, fija las condiciones de su utilización y aprovechamiento; lo que entra en conflicto con la aspiración de las comunidades nativas e incluso de ciertas autoridades locales y regionales de decidir de modo general qué tipo de actividades económicas será admitido en su ámbito territorial. Lo mismo ocurre con las normas que establecen que la Concesión otorga a su titular un derecho real independiente del derecho de propiedad sobre el terreno superficial, lo cual pugna con la idea existente en algunas comunidades nativas de que quien es dueño del suelo lo es también del subsuelo. Otras normas con jerarquía de ley señalan que cualquier persona puede realizar libremente, sin necesidad de concesión, labores de “cateo” y “prospección” en todo el territorio nacional, con excepción de áreas donde ya existan concesiones mineras, áreas de no-admisión de denuncios o en terrenos cercados o cultivados, (salvo previo permiso escrito de su titular o propietario) o en zonas urbanas o de expansión urbana, en zonas reservadas para la defensa nacional, en zonas arqueológicas y sobre bienes de uso público (salvo autorización previa de la entidad competente) . Estas actividades no implican extracción económica de los recursos minerales. El “cateo” es la acción conducente a poner en evidencia indicios de mineralización por medio de labores mineras elementales y la “prospección” es la investigación conducente a determinar áreas de posible mineralización, por medio de indicaciones químicas y físicas, medidas con instrumentos y técnicas de precisión. Sin embargo, estas actividades implican un ingreso u ocupación del territorio a investigar y como las tierras de las comunidades normalmente no se encuentran delimitadas ni cercadas, se encuentran legalmente expuestas a lo que los nativos consideran una “invasión” de sus territorios. Por otro lado, existen reglas que, pese a reconocer el derecho del propietario de la tierra de no autorizar actividades extractivas por parte de terceros dentro de su propiedad, establecen un procedimiento administrativo excepcional que podría eventualmente permitir a las autoridades administrativas otorgar a dichos terceros derechos de servidumbre sobre terrenos de propiedad de las comunidades o del Estado (y antes de expropiación) por ejemplo, para permitir la racional utilización de la concesión minera. Aunque ese derecho de servidumbre implica el pago de una indemnización al propietario, las comunidades nativas lo perciben como un artificio legal creado para justificar el despojo de sus tierras.También son altamente cuestionadas, las normas que confían a las autoridades sectoriales la potestad de aprobar los instrumentos de gestión ambiental previos al inicio de las actividades extractivas, así como la forma como se ha regulado la participación ciudadana en los procesos de autorización de dichas actividades. El sistema de fiscalización, monitoreo y sanción ambiental y social también es materia de crítica. Lo es, así mismo, el régimen de concesiones forestales a favor de terceros sobre territorios comprendidos en el ámbito espacial de las comunidades nativas. Y es que, como se ha dicho ya en este foro, las comunidades nativas reclaman derechos sobre sus “territorios”, porque para ellas dicho concepto no es un concepto jurídico político, sino uno que hace referencia a una dimensión existencial en la medida que conciben al entorno en forma holística como parte de su propia identidad. Ocurre lo mismo con el concepto de propiedad sobre la tierra que nuestro derecho occidental entiende como una relación de un sujeto respecto de una cosa externa y respecto del cual el propietario puede ejercer el derecho de uso, disfrute, disposición y reivindicación; mientras que para las comunidades nativas la relación con la tierra es una del sujeto consigo mismo porque se siente integrado a su entorno y, por ende, es integral. Casi podría decirse que es incompatible con las diferencias jurídicas entre la propiedad del terreno superficial y los recursos naturales renovables y no renovables que contienen. Pero, como para la sociedad occidental el concepto de “territorio” tiene una connotación jurídico política que determina un elemento esencial del Estado (pueblo, territorio y soberanía), cuando una autoridad occidental escucha hablar a un nativo de sus “derechos territoriales”, se resiste a dialogar sobre esas bases porque entiende que el nativo está planteando una suerte de “separatismo” del Estado peruano. Frente a estos elementos de tensión caben dos opciones: a) que el Estado Nacional enarbole los principios de autoridad y de imperio de la ley, buscando imponer el “derecho” mediante el uso “legítimo” de la fuerza, asumiendo los altos “costos sociales” que ello implica; o b) adecuar la ley a la realidad social, procesando las demandas sociales mediante un nuevo régimen jurídico que incorpora la diversidad cultural, entendiendo que las organizaciones que agrupan a las comunidades nativas y sus sistemas de valores constituyen factores reales de poder que el sistema jurídico no puede ignorar más, so pena de convertir la Constitución en una simple “hoja de papel” como decía Ferdinand Lasalle y la legalidad en “letra muerta”. Resulta obvio que nosotros apostamos por la segunda opción. El derecho de los Estados no se construye en un laboratorio. El derecho está llamado a regular los comportamientos sociales, para lo cual necesariamente debe recoger los factores reales de poder y el sistema de creencias socialmente vigente, de modo tal que resulta elemental que, en una sociedad pluricultural se incorporen los valores propios de la diversidad cultural. Es realmente lírico pretender que será posible imponer la ley contraviniendo la voluntad social preponderante, aun cuando los gobernantes creyeran que el pueblo amazónico está equivocado. En este sentido, no sólo es saludable y recomendable, sino inevitable y realista, modificar el sistema jurídico imperante de la mano con las comunidades nativas y otros actores que ostentan un poder real en la sociedad, para lo cual, reiteramos es indispensable: a) “entender” las razones enunciadas de la resistencia social al orden jurídico vigente sobre ciertas materias y b) encontrar los caminos para sintonizar el sistema jurídico con la realidad social, no mediante la creación de simples mecanismos de “acceso” o “inclusión” de las comunidades nativas a los “derechos” existentes según nuestras categorías occidentales, sino mediante la creación vías de participación que garanticen a las comunidades nativas su participación protagónica en la generación de nuevas categorías jurídicas que reflejen la realidad social multicultural. La llave maestra para el inicio del proceso de diálogo orientado a la construcción de este régimen jurídico, será la Ley de Consulta previa recientemente aprobada por el Congreso en aplicación del Convenio 169 de la OIT. La cuestión es que aquí también existen discrepancias entre los diversos actores: Las Comunidades Nativas aspiran a que la Consulta tenga efectos vinculantes para las partes. Los demás actores de los poderes públicos y del sector empresarial sostienen que ello implicaría conferir a la sociedad civil un derecho de veto que ni el Convenio 169 ni la Constitución reconocen porque atentaría contra la Soberanía del Estado. ¿Pero, existe el derecho de veto o no? Si se pregunta a la Defensoría del Pueblo o a la propia OIT, responderán tajantemente que dicho instrumento internacional no confiere derecho de veto. El dilema del veto, sin embargo, se plantea sobre la base de la desconfianza recíproca existente entre el Estado Nacional y las Comunidades. Es obvio que si en una negociación alguna de las partes goza de un derecho de veto sobre la posición de la otra, queda colocada en una cómoda posición de dominio que convierte el proceso de diálogo en un ejercicio lírico; de modo que el veto de un lado o del otro debe quedar descartado. Pero, la ley sí debe garantizar que la consulta se encuentre orientada de buena fe a llegar a un acuerdo, es decir, a obtener el consentimiento, libre e informado de la población respecto de las decisiones legislativas y administrativas que le afectan directamente. Si hay acuerdo, éste es vinculante para las partes. Si no hay acuerdo, ambas partes ejercerán sus competencias y derechos en forma razonable siempre dentro del respeto a los derechos colectivos de las comunidades: La Autoridad emitirá las normas legales o Administrativas que correspondan, expresando los motivos por los que una demanda específica de las comunidades nativas no ha sido atendida de la forma como aquellas esperaban y las soluciones alternativas utilizadas para hacer respetar los derechos de los pueblos originarios y las comunidades tendrá abiertos los canales procesales administrativos, jurisdiccionales y constitucionales para cuestionar la decisión adoptada por las autoridades. La Autógrafa remitida por el Congreso al Poder Ejecutivo se encuentra en la línea de lo que estamos sosteniendo. Es decir, cuando hay acuerdo, éste es vinculante y cuando no hay acuerdo corresponde a las autoridades adoptar la decisión, pero en forma motivada y adoptando las medidas necesarias para garantizar los derechos colectivos de las comunidades.Pero este régimen jurídico no debe repetir el mismo vicio histórico consistente en la “concesión” “paternalista” de dación de normas de “reconocimiento” o titulación desde la perspectiva y las categorías de pensamiento del Estado Nacional, sino erigirse en una obra protagonizada por las propias comunidades nativas con el concurso de las autoridades políticas nacionales, regionales y municipales, así como de las fuerzas políticas. En nuestra opinión, esto es a lo único que debería dedicarse en FORO DEL ACUERDO NACIONAL debidamente reestructurado por los próximos dos o tres años.El proceso de creación de un nuevo régimen jurídico para una sociedad multicultural será largo, por lo que cabe pensar que, mientras tanto se vayan dando señales positivas generadoras de confianza:Por ejemplo: Si las comunidades nativas no admiten siquiera el ingreso a su “territorio” sin autorización de los Apus de modo que, para ellas, quien ejerce el “derecho” al cateo o la “prospección” “libre” está violando su territorio; el sistema jurídico debe suprimir el “cateo” y la “prospección libre”, sustituyéndolo por un régimen de concesiones temporales sujeto a los mecanismos de participación ciudadana. Si las comunidades nativas tampoco pueden concebir que alguien pueda gozar de un derecho real de concesión minera, distinto y a la vez compatible, con los derechos de propiedad de las comunidades o sus miembros sobre el terreno superficial o con sus “derechos territoriales”; el sistema legal debe prever un mecanismo para que, antes de otorgar una concesión minera, se cuente con la anuencia de tales comunidades, o incluso, reconocerles un derecho preferencial sobre las concesiones mineras. Más adelante, podría evaluarse la posibilidad de consolidar el derecho de propiedad sobre el terreno superficial con el derecho a extraer los recursos naturales, de manera que el titular del terreno superficial pueda negociar con los inversionistas contratos de asociación con participación en las utilidades o de cesión temporal del derecho a explorar y explotar los recursos a cambio de una regalía; lo cual garantizaría que las comunidades puedan invertir los ingresos que obtengan en actividades que garanticen su desarrollo sostenible más allá de la vida de las minas.Si las Comunidades Nativas desconfían de la imparcialidad de las autoridades sectoriales en los procesos de aprobación de los instrumentos de gestión ambiental previos al inicio de las actividades extractivas, del sistema de fiscalización, monitoreo y sanción ambiental y social; entonces no queda más que crear otros mecanismos que ofrezcan mayor confianza y seguridad a la población como, de otro lado, se viene logrando en otras localidades con los sistemas de monitoreo ambiental participativo en los que la propia población y las industrias extractivas han acordado que sea la propia población la que fiscalice la calidad de las aguas, para lo cual han sido capacitados en la toma e interpretación de las muestras correspondientes. Pero existen también dilemas políticos nacidos de la multiculturalidad. Aquí quisiera referirme a dos de ellos: a) el de los planes de desarrollo, y b) el de la descentralización de competencias hacia las autoridades (APUS) de las Comunidades Nativas. Respecto al primer asunto, la Constitución obliga a que los planes de desarrollo regional y local se subordinen a los planes nacionales del desarrollo, pero en una sociedad multicultural, las comunidades nativas exigen un proceso inverso: Que los planes nacionales de desarrollo se adecuen a los planes locales de desarrollo que nacen de un diagnóstico propio acerca de sus necesidades reales como grupos locales y de su propia visión del tipo de sociedad en la que desea vivir. En estas circunstancias, algunas comunidades (o incluso gobiernos regionales y locales) exigen que se respete una decisión a priori contraria a las industrias extractivas porque consideran que sólo les trae perjuicios traducidos en contaminación, males sociales, inflación local y, porque, en fin, alteran su sistema de vida, sin percibir a priori ningún beneficio sustancial que justifique asumir esos costos. Esto nos lleva a llamar la atención respecto de la necesidad de incorporar en forma protagónica al sistema de planeamiento estratégico del CEPLAN no sólo a los gobiernos regionales y locales sino también a las comunidades nativas; y, en ese contexto y con esos mecanismos de participación, apurar los planes de ordenamiento territorial y de creación de zonas económicas ecológicas que definan las áreas de exclusión de algunas de las actividades extractivas de mayor impacto social o ambiental por ser especialmente frágiles. Y, en ese proceso de planeamiento, resultará vital encontrar un consenso respecto de cuál es la visión de futuro de la amazonía y cuál es su rol en el desarrollo nacional. Resulta obvio (aunque no me atrevería a afirmar que para todos) que no deseamos ver convertida la selva peruana en una gran urbe plagado de grandes puentes y carreteras o en un gran complejo industrial en el que todo recurso mineral o hidrocarburífero existente será necesariamente ser explotado. Finalmente, en lo que se refiere al proceso de descentralización, somos de opinión que, más allá de los criterios estrictamente territoriales, es posible evaluar la posibilidad de un régimen de transferencia de competencias estatales a favor de las autoridades de las propias comunidades nativas (APUS y sus organizaciones), de manera que se devuelva a dichas sociedades el protagonismo de su propia vida, respetando su propio ritmo de incorporación a la sociedad global, conforme vaya avanzando el proceso de integración mediante una educación pluricultural y plurilinguística que contribuya a la formación de líderes locales con espíritu modernizador que no sacrifican su propia cultura ni abdican de sus valores. Claro está que ello no debería comprender transferencias de competencias en materia de derechos humanos ni conflicto con el carácter unitario de la República. Después de todo, como señala Hans Kelsen el Estado no es sino el resultado de un largo proceso de centralización del poder, mediante la creación de ciertos órganos especializados para la creación y aplicación de normas que lo constituyen; al cual ha precedido un régimen jurídico de las comunidades jurídicas primitivas preestatales en los que las normas generales eran creadas por vía consuetudinaria, es decir, como consecuencia de la conducta habitual de los sujetos de derecho. No existía en ellas un Tribunal Central encargado de crear normas individuales y de asegurar su aplicación por un acto coactivo. A ello se llega recién cuando los grupos locales adquieren cabal conciencia de nacionalidad, se identifican plenamente entre sí y son capaces de celebrar un gran pacto social implícito en cuya virtud delegan de su libertad absoluta a favor de una entidad jurídicamente creada denominada “Estado” que queda encargado de coordinar y devolver a los ciudadanos sus derechos naturales bajo una forma restringida o conciliada: los derechos civiles. El hombre no pierde su libertad sino que la ordena y asegura al confiársela al Estado que representará la síntesis de las libertades humanas.Quisiera terminar con una anédocta personal. Mi primer contacto con la amazonía fue a la edad de 19 años cuando, con un grupo de jóvenes estudiantes de la Universidad Católica viajamos a la zona de Aucayacu para emplearnos como peones con los colonos de aquel lugar. Me tocó convivir acaso con el hombre más pobre de la localidad, Ramón Pimentel Del Aguila: El viento se había llevado su cosecha de maíz y el río su vivienda. Sin embargo, todo el día sonreía, gastaba bromas y emprendía la jornada con optimismo, compartiendo lo poco que tenía con los campesinos sin tierra. Para mí, a esa edad temprana, fue una verdadera lección de vida: Que se puede ser pobre materialmente y, sin embargo, enfrentar la vida con la alegría de quien goza de alguna otra clase de riqueza.









lunes, 8 de febrero de 2010

Felipe Isasi Cayo: septiembre 2009

Felipe Isasi Cayo: septiembre 2009

Felipe Isasi Cayo: LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD DE LA ACTIVIDAD MINERA

Felipe Isasi Cayo: LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD DE LA ACTIVIDAD MINERA

Felipe Isasi Cayo: Minería Artesanal:Diálogo para Concertar una Visión de Futuro

Felipe Isasi Cayo: Minería Artesanal:Diálogo para Concertar una Visión de Futuro

Felipe Isasi Cayo: LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD DE LA ACTIVIDAD MINERA

Felipe Isasi Cayo: LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD DE LA ACTIVIDAD MINERA

Felipe Isasi Cayo

Felipe Isasi Cayo

Felipe Isasi Cayo: LA LEY MINERA Y HECHO SOCIAL EN EL PERU

Felipe Isasi Cayo: LA LEY MINERA Y HECHO SOCIAL EN EL PERU

viernes, 22 de enero de 2010

LA LEY MINERA Y HECHO SOCIAL EN EL PERU

El ordenamiento jurídico de una nación es en buena cuenta una resultante de la actividad de las fuerzas sociales. El derecho plasma en normas jurídicas el resultado de una suerte de “contienda social” en función de los diversos intereses en juego, recogiendo en forma preponderante el interés “victorioso” en dicha contienda, expresado en unas ideas o valores (sistema de creencias) y mandatos (regla de derecho). Pero la lucha no termina con la expedición de la norma jurídica, sino que su aparición en el mundo del derecho producirá unos efectos determinados sobre la base social y los distintos actores sociales intentarán reforzarla, modificarla o derogarla, según su interés y sus ideas o valores. Así, en un círculo inacabable que define la relación entre el derecho y el hecho social. En este fenómeno intervienen elementos ideológicos, económicos, jurídicos y la acción de los grupos de poder motivados por algún otro tipo de interés. Un sistema legal que incorpora y concilia equilibrada y democráticamente estos elementos, es susceptible de ser eficazmente aplicado, es decir, es un derecho socialmente vigente.

Nos guste o no, tenemos que reconocer que el sistema de creencias contenido en nuestro sistema constitucional y legal en materia de las industrias extractivas en general y de la minería en particular, no cuenta ya con un sólido consenso y se encuentra divorciado del sistema de creencias socialmente vigente, por lo menos en el ámbito de las comunidades ancestrales, especialmente en las Comunidades Nativas de la Selva peruana, sin dejar de reconocer también que existen grupos ideologizados que pretenden agudizar las contradicciones para generar violencia y “reinar sobre el desorden creado bajo los cielos”.

Ejemplos de esta tensión, son las normas que disponen que el cateo es libre en todo el territorio nacional o aquellas que permiten la coexistencia de la propiedad sobre el terreno superficial de unos con el derecho real de concesión de otros. Las comunidades nativas no admiten el ingreso a su “territorio” (no propiedad) sin autorización de los Apus de modo que, para ellos, quien ejerza su derecho al cateo “libre” está violando su territorio. Algunas comunidades tampoco pueden concebir que alguien pueda gozar de un derecho real de concesión minera, distinto y a la vez compatible, con los derechos de propiedad de las comunidades o sus miembros sobre el terreno superficial o con los “derechos territoriales”.

Este es un nudo gordiano que si no se desata democráticamente, complicará cada vez más nuestro desarrollo minero. No sugerimos a priori la modificación del sistema legal sobre la materia, pero sí su revisión y debate, con los propios actores sociales involucrados. Acaso sea posible llegar a una reforma constitucional que permita un régimen de excepción para las comunidades nativas.
Mientras tanto, estas tensiones obligan al emprendedor minero a ser muy cauto y respetuoso desde el mismo instante en que efectúa un petitorio minero y, en lugar de pretender ejercer sus derechos legales o formales, con el auxilio de la fuerza pública, autorregulen su conducta, pidiendo permiso previo aplicando la “regla de oro” difundida en la Convención Minera de 2007: “El primer contacto no debe ser con la tierra, sino con el hombre.”

viernes, 27 de noviembre de 2009

Minería Artesanal:Diálogo para Concertar una Visión de Futuro

Es lamentable que en Madre de Dios, se haya interrumpido el diálogo vinculado con la minería artesanal, pero las autoridades del Ministerio del Ambiente deben comprender que este mega problema no se resuelve “denunciando” ante la opinión pública a los mineros artesanales por los daños causados al medioambiente y otros males ciertamente existentes, pero que fueron propiciados por el propio Estado hace más de tres décadas.

Debe construirse una visión nacional concertada respecto de qué es lo que esperamos de este sector de la minería artesanal, porque mientras unos sectores del Estado y del sector privado pretenden erradicar esta actividad, otros sectores buscan formalizarlos con miras a que puedan ser identificados y, por ende, luego asistirlos en la elaboración de sus instrumentos de gestión ambiental, en prácticas de responsabilidad social y en técnicas ecoeficientes.

En Madre de Dios se puede lograr acuerdos para que la pequeña minería y la minería artesanal colabore con las acciones de reforestación de las zonas impactadas, iniciada hace algunos años por el Ministerio de Energía y Minas con apoyo de la cooperación internacional. Hay un acuerdo de 11 puntos que ha sido suscrito por un grupo de mineros artesanales, en cuya virtud, se comprometieron a formalizarse, a reforestar las zonas intervenidas, a no volver a operar en zonas reforestadas, a uso responsable del mercurio, a no trabajar con menores de edad, entre otras metas.

Es así que, durante la gestión del Ministro Juan Valdivia, el Ministerio de Energía y Minas retomó el liderazgo en este tema, formulando un plan estratégico de corto y mediano plazo que se encontraba en plena operación y que había producido los siguientes avances:

· Instalación de Oficinas desconcentradas de la Dirección General de Minería en Madre de Dios y Puno instaladas y en operación.
· 3 Actas de compromiso de formalización y respeto a las normas ambientales laborales y de seguridad, suscritas por mineros artesanales de Puno y Madre de Dios como consecuencia de visitas de sensibilización y diálogo realizadas por los funcionarios del Ministerio de Energía y Minas.
· 13,200 mineros artesanales formalizados a nivel nacional.
· Una Central de Cooperativas formalizada en la zona de la Rinconada, que comprende una masa laboral de 10,460 trabajadores.
· Diez cooperativas mineras en la zona de Ananea, que operan con instrumentos de gestión ambiental aprobados que han cesado de verter sólidos en suspensión al Río Ramis en Puno.
· Mejoras en la normatividad a través del Decreto Legislativo 1040 reglamentado mediante Decreto Supremo N° 005-2009-EM previo debate y participación ciudadana en talleres, audiencias públicas y reuniones con los dirigentes gremiales y con doble proceso de prepublicación.
· Mejoras en la fiscalización por parte de los gobiernos regionales de Madre de Dios y Puno, con apoyo del MINEM.
· Diseño, instalación y difusión de nuevo prototipo de recuperación de mercurio en Madre de Dios (proyecto EPA) para ser utilizado en las tiendas de compra – venta de oro.
· Diseño y construcción de pozas de sedimentación y operación en circuito cerrado en la explotación de yacimientos morrénicos del distrito de Ananea.
· Diseño de Presas de contención de sólidos para la recuperación del río Huepetúhe.
· Diagnóstico sobre construcción de presas de contención de sólidos en cuenca del Río Ramis.
· Rehabilitación de canales de riego de agricultores de la cuenca media del Río Ramis.

Lamentablemente, las autoridades del Ministerio del Ambiente aún no logran entender esta problemática y han optado por buscar el reconocimiento de la opinión pública, apropiándose de los logros del Ministerio de Energía y Minas o sumándose a la fácil denuncia del fenómeno como si fuera una gran novedad que ellas han descubierto y que recién “debe comenzarse a enfrentar”. Por otra parte, unos malos dirigentes de uno de los tantos gremios que se disputan la representación de la minería artesanal (FENAMARPE), lograron mediante actos de violencia, la suspensión y derogatoria posterior del cuerpo normativo que permite la formalización, porque lo que pretenden es apropiarse de las concesiones de terceros cuya invasión han liderado.

En este tema, no caben generalizaciones. Las soluciones no son las mismas en todo el país. Hay quienes no desean la formalización, pero hay quienes pueden mostrar interesantes experiencias positivas. Separemos la paja del trigo con propósitos auténticos. Dialoguemos para concerta una visión de futuro orientada a una minería de pequeña escala con excelencia ambiental y social.

viernes, 6 de noviembre de 2009

LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD DE LA ACTIVIDAD MINERA

Desde la perspectiva del empresario minero se comprende la exasperación frente al bloqueo de sus inversiones, en ocasiones por medios violentos, porque para aquel no existe otra fuente de legitimidad que la propia legalidad de su actividad y de su título minero. Pero, a la luz de la experiencia peruana de los últimos años, resulta evidente que esto no es así: Pese a su evidente legalidad y a los cuantiosos recursos que aporta al Estado y la sociedad en materia de tributos y programas de responsabilidad social, la actividad minera sigue siendo fuente de algunos conflictos violentos, muchas veces provocados por terceros con oscuros intereses, pero en no pocas ocasiones originados en malas prácticas de algunos empresarios. MAURICE DUVERGER, al tratar el tema del poder político, señalaba que su legitimidad depende de dos elementos: a) Que el grupo social acepte la necesidad de un sistema de poder, es decir que es bueno para la sociedad que unas personas manden y otras obedezcan, y b) Que el grupo social reconozca que la forma como es ejercido, corresponde a su idea de cómo debe ser ejercido, según su sistema de creencias, en un momento dado. En este sentido, desde la perspectiva de la Ciencia Política o de la sociología, no existiría un poder legítimo en sí, sino un poder “considerado” legítimo, según se ejerza de acuerdo al sistema de valores imperante en la sociedad en un tiempo y lugar dados. Mutatis mutandi, puede aplicarse este criterio a la minería. Para que se legitime socialmente, no basta que sea legal. Es necesario, además, que sea percibida como una actividad benéfica en sí misma y que la forma como hacemos minería coincida con la forma como la sociedad percibe que debe ejercerse dicha actividad económica. Ello exige, cuidar el posicionamiento de las autoridades mineras como árbitros imparciales que ejercen su función tutelando el interés público, empresarios mineros actuando con excelencia ambiental y social con un cuidado escrupuloso de las aguas y las tierras de las comunidades y una alianza de todos los actores para remediar los pasivos ambientales y promover la formalización de la minería artesanal.

martes, 22 de septiembre de 2009

CONVENCIÓN MINERA 2009: AHORA SE REQUIERE COHERENCIA

Acaba de concluir una Convención Minera más y esperamos que sus interesantes conclusiones sean coherentemente implantadas por todos los actores en aras del Bien Común. En la Convención anterior (2007) se discutió un valioso estudio, titulado “Por una legitimidad compartida: análisis y propuesta”, en el que desde un enfoque multidisciplinario se trataba de explicar la realidad minera en su total complejidad, sugiriéndose ciertas innovaciones normativas y cambios de actitud en todos los actores orientados a la conciliación de los diversos y legítimos intereses en juego en torno a los proyectos mineros. A partir de entonces, se han producido notables avances gracias al liderazgo de empresas globales con altos estándares ambientales y sociales como Angloamerican, Barrick, Antamina, Strata y otras, así como por el liderazgo del Ministerio de Energía y Minas que implantó políticas públicas enfocadas a lograr la consolidación de una minería moderna que lucha contra la pobreza; que propició la participación ciudadana en todas las etapas del proceso minero desde el instante mismo que se obtiene una concesión y que buscó garantizar la excelencia ambiental y social, con prioridad en el cuidado del agua y de las tierras de las comunidades. Sin embargo, no han faltado alguno actores que predican una cosa y hacen otra. La legitimidad exige COHERENCIA.