lunes, 7 de mayo de 2012

LA LICENCIA SOCIAL O LA SOPA DE CAIFÁS

LA LICENCIA SOCIAL O LA SOPA DE CAIFÁS


Felipe Isasi

El derecho no es expresión del amor, sino de la justicia. El amor, la más sublime manifestación del hombre, carece de límites y reniega de la regulación o el equilibrio de intereses. Es pura Caridad. Su concreción humana más perfecta es la relación materno-filial: Con o sin reciprocidad, la madre cuerda lo da todo por el hijo, incluyendo su propia vida.

La justicia, en cambio, supone dar a cada quien lo suyo, de modo que, para determinar qué es lo que corresponde a cada quién en una sociedad, es menester la norma jurídica, aplicando la razón humana al conflicto de intereses y equilibrando éstos hasta el nivel satisfactorio para todos, que no es el punto de satisfacción absoluto de lo que cada quien percibe como su derecho, sino aquel en el que se logra la paz. Dicho de otro modo, hasta el punto en el que las partes se resignan y renuncian a hacerse justicia por propia mano o recurrir a la violencia o incluso insistir en su pretensión inicial.

Los conflictos sociales pueden verse desde esta perspectiva. Cuál es el nivel en que las partes involucradas puedan continuar como vecinos, si no amorosos, por lo menos recíprocamente respetuosos de la persona y bienes del otro.

Es curioso, pero sintomático que, en los conflictos sociales que vivimos hace algunos años en nuestro país, los opositores a la inversión privada, no hayan buscado dirimir sus diferencias ante los tribunales de justicia ni aceptado peritajes o explicaciones de ninguna clase por parte de la empresa o del Estado. Esto puede explicarse por la mera intransigencia, por la intervención de agitadores profesionales a los que no interesa la solución del problema concreto sino mantener latente el estado de zozobra, porque en ese ambiente “está su negocio”. Pero también puede interpretarse como una situación en la que los grupos opositores de la inversión se encuentran tan plenamente convencidos de su derecho a vetar la inversión que no están dispuestos a “debatir” dicha prerrogativa con nadie ni, menos aún, ceder un ápice en ello que consideran que es su derecho, es decir, lo que es “suyo“. En suma, una suerte de soberanía local o regional que no admite disputa.

Así las cosas, desde la perspectiva de los opositores locales a la inversión nada quedaría por dialogar, sino tan sólo preguntar: ¿Quieres que se ejecute este proyecto, por ejemplo, CONGA?

En esta situación extrema, el Estado se enfrenta a una encrucijada: Imponer por la fuerza la norma vigente que reconoce la titularidad del Estado nacional sobre los recursos naturales y el derecho del inversionista a ejecutar su proyecto; o reconoce la soberanía regional o local. Si opta por lo primero, habrá un costo inevitable en vidas humanas o heridos, la convivencia pacífica futura resultará imposible e, incluso, el proyecto de inversión abortará porque no existe forma de imponer por la violencia la voluntad del Estado a un grupo de resistencia organizado. Como resultado final los beneficios económicos que para la sociedad nacional se esperaban con el proyecto de inversión quedarán frustrados.

Si opta por reconocer el derecho de los pueblos a decidir si el proyecto de inversión sigue o no adelante; lo más probable es que los grupos extremistas logren vetar inicialmente algunos proyectos (CONGA, por ejemplo) y, por tanto, la Nación verá igualmente frustrada la esperanza de obtener los beneficios económicos del proyecto, sentándose el precedente conforme al cual sin licencia social no hay inversión. La diferencia radica en que en esta hipótesis no habrá muertos ni heridos y la paz quedará restablecida.

En mi opinión, si la paz es el punto de llegada de la justicia humana, nos guste o no, al Estado no le queda otro camino, que optar por esta segunda alternativa; pero como el derecho debe ser igual para todos, esta decisión deberá quedar institucionalizada a través de la norma jurídica pertinente: la demanda social se habrá convertido en derecho como tantas otras veces en nuestra historia.

Se dirá que ello sería el fin de las inversiones. No lo creo. En el mediano y largo plazo, los pueblos medirán el costo del ejercicio de su derecho de veto y cuando adviertan que otras regiones que dan la bienvenida a las inversiones gozan de mayor bienestar, recapacitarán y estarán mejor dispuestas a negociar. Los empresarios, por su parte, conscientes de que el destino de su inversión pasa por la licencia social, se adaptarán y serán más prudentes, respetuosos y socialmente responsables.

Como probablemente a la mayoría de los lectores, no me gusta nada esta conclusión; pero bien dice el cuento que la diferencia entre el Psicótico y el neurótico es que el primero no es capaz de reconocer la realidad, mientras que el segundo, la reconoce, pero le jode…