jueves, 1 de septiembre de 2011

¿Por qué cambian las Constituciones?


La Constitución es la norma jurídica “fundamental” que regula la vida de una sociedad estatal, inspirada en el sistema de creencias acerca de las relaciones que deben existir entre gobernantes y gobernados y entre éstos entre sí.  Encuadra las acciones políticas, asegurando la libertad de los ciudadanos y fijando límites a los gobernantes.  Se afirma que es la norma jurídica “fundamental”, no sólo porque recoge los valores socialmente compartidos por la sociedad reglada, sino además porque – como afirma Kelsen – las demás normas jurídicas encuentran su fundamento de validez en su armonía con las reglas establecidas en la Constitución. Pero también recibe el adjetivo de “fundamental” porque - como recuerda Ferdinand Lassalle - la Carta Magna encuentra sus fundamentos en los “factores reales de poder” a tal punto que podría afirmarse a priori que dichos factores determinan, en lo esencial, el contenido necesario de la Constitución de una sociedad estatal en un momento histórico determinado. La Constitución, en suma, “constituye” o “compone” el Estado fijando formalmente las reglas maestras acerca del modo como se deben estructurar, ordenar y relacionar las fuerzas sociales, económicas y políticas de la Nación, sobre la base del sistema de creencias socialmente preponderante y de la correlación de fuerzas existentes entre los distintos “factores reales de poder”.  

En este sentido, no debe llamarnos demasiado la atención que, desde hace algunos años, se venga demandando el cambio de la Constitución de 1993, no solamente por su carácter espurio y semántico , sino porque en la última década se ha producido un cambio social vertiginoso y de tales dimensiones que ha terminado por producir un trastrocamiento de los factores reales de poder socialmente vigentes.
En efecto, el Perú republicano de principios de siglo XX presentaba una conformación social dominada por los propietarios de grandes extensiones de tierras (latifundios), las empresas extranjeras extractoras de recursos naturales, especialmente en la minería y petróleo y los grandes exportadores de algodón y azúcar nacionales y extranjeros, frente a una industria débil e incipiente que no generaba un proletariado urbano fuerte ni organizado y una clase campesina mayoritaria pero marginada y sin organizaciones sociales que la representen. Este marco social influyó en la forma de ordenar el Estado mediante la Constitución de 1933.

Sin embargo, el Perú experimentó cambios radicales en los factores reales de poder y en la cultura política predominante, a partir de las reformas iniciadas por el gobierno militar del general Juan Velasco Alvarado, el 3 de octubre de 1968. Tal proceso de cambios significó un debilitamiento de los intereses ex¬tranjeros ra¬dicados en el Perú, en virtud de la expropiación de los yacimientos y ac¬tivos de la International Petroleum Company (IPC), Cerro de Pasco Copper Corporation, Marcona Mining Company, Gulf y otras empresas ex¬tranj¬eras asentadas en la naciente industria peruana. Así mismo, la Reforma Agraria significó una expropiación del poder fundado en la propiedad de la tierra y una redistribución de esta riqueza en favor de las masas campesinas que cobraron una gran fuerza nacida de las organizaciones fundadas como producto de la reforma. La industrial local creció, generando un proletariado urbano que, sin constituir una mayoría nacional, se organizó en sindicatos y federaciones que defendían sus conquistas. Y, finalmente, el propio Estado se fortaleció, al menos temporalmente, a partir de la actividad empresarial pública, lo que le permitió regular y dirigir la economía y, en el sector privado, el poder económico dominante se trasladó al sector financiero vinculado al capital extranjero. Esta nueva conformación de la sociedad peruana, al finalizar la década de los años 70, origina un nuevo modo de interrelación entre los grupos sociales, determinando la necesidad de cambiar la Constitución de 1933 como norma jurídica fundamental. No era posible retornar a la democracia con la misma Constitución de 1933. Se requería una nueva carta que recogiera los nuevos valores, creencias y poderes socialmente imperantes. Este nuevo mapa social explica que los arts. 42 y siguientes de la Constitución de 1979 recogieran las conquistas de los trabajadores, pero también el nuevo régimen económico definido como economía social de mercado (Art. 110 y siguientes de la Cons¬titución de 1979); así como el reconocimiento de un Estado promotor (art. 113) y del pluralismo económico (art. 112). Explica también los escasos límites señalados para la actividad empresarial del Estado (art. 133) y ciertas ausencias como el plebiscito y el referéndum, instrumentos por los que el pueblo se pronuncia res¬pecto de asuntos que interesan a la marcha de la nación, la iniciativa legislativa del pueblo y su derecho de revocar el mandato de los gobernantes cuando defrauden a la ciudadanía.

Empero, hacia finales de los años 80, el Estado Bienestar entra en crisis en el mundo entero; el mundo socialista se derrumba junto con el Muro de Berlín y termina la guerra fría. El desarrollo de las comunicaciones delata el impresionante progreso económico de países asiáticos, que hasta hacía algunos años eran más pobres que los de América Latina. El éxito se atribuye al nuevo modelo económico neoliberal, caracterizado por la desregulación, la privatización de las actividades reservadas al Estado, la liberación de trabas a la libre iniciativa privada, la competitividad internacional basada en la globalización de los mercados y la supresión de barreras arancelarias y otras normas de protección a las industrias locales, privilegiándose el interés de los consumidores. En los países de nuestra Región ese éxito económico es asociado, con cierta razón, a la existencia de regímenes autoritarios; pero – a pesar de ello- el fracaso de los sistemas estatistas y socializantes y los progresos mostrados por el denominado “modelo neoliberal”, produce gradualmente cierto cambio en la cultura política de nuestros pueblos que empiezan a identificarse con el sistema de creencias del liberalismo (traducido a un estilo “chicha” en los sectores margina¬les de la sociedad y más moderno en las capas altas). El espíritu emprendedor y de lucro ya no produce sentimientos de “culpa” y, antes bien, es percibido como un “valor” social. El rol del empresario en la sociedad va ganando prestigio y deja de ser percibido como un "explotador" cuya codicia explica la pobreza de los demás. Los propios partidos políticos que en la década del 70 acudían al apelativo de “social”, “socialista” o “popular”, comienzan a renunciar (tácticamente, pero no “programáticamente”) a esta vocación populista. Para bien y para mal se fue consolidando un nuevo espíritu individualista y materialista al lado del desprestigio de las ideologías socialistas. El cambio es jalado por los caballos de la economía, pero se trae por tierra a las instituciones políticas y a los valores éticos y democráticos hasta entonces en vigor. Los dirigentes políticos y sindicales ya no pesan. Los empresarios de todos los niveles marcan el paso.

En el Perú ese cambio social se inició contraviniendo “desde arriba” las normas y valores de la Constitución de 1979 entonces vigente y, luego, mediante un “autogolpe” de Estado cuyos detentadores fácticos del poder lograron perdurar el tiempo suficiente en el gobierno como para consagrar el “nuevo orden” en la Constitución de 1993. Esta carta suprime el intervencionismo estatal, abre las posibilidades de privatización de casi todas las actividades antes reservadas al Estado, elimina o reduce los derechos laborales que son considerados como “sobrecostos” a la empresa privada que le restan competitividad, se debilita la acción sindical que no es capaz de movilizar a sus agremiados y se privilegia las leyes del mercado.

Empero, aunque el progreso económico estimulado por una revolución tecnológica sin precedentes, entusiasma a quienes logran articularse en el sistema; casi imperceptiblemente va produciéndose un incremento de la desigualdad y la exclusión social que amenaza el propio modelo porque esta vez los sectores afectados cuentan con mejores herramientas para protestar, hacerse oír y organizarse precisamente por los avances tecnológicos particularmente en el ámbito de las comunicaciones. El pobre ya no calla, habla en voz alta, comunica, organiza y lidera e incluso lograr adquirir poder social sobre la base de su mejor capacidad de organización y de los recursos que lograr captar de las ONG internacionales que se identifican con su banderas, sean éstas de carácter ambiental, étnicas o economicistas.

Los factores reales de poder socialmente vigentes no son, hoy en día, los mismos que los existentes al inicio de los años noventa del Siglo XX. La clase empresarial se ha consolidado y crecido enormemente, pero las organizaciones populares, son un contrapeso decisivo y se han erigido en un poder real que reclaman y legitiman su acción sobre la base de “nuevos” derechos universalmente reconocidos dentro de una suerte de nueva “Cultura Política”, tales como la participación ciudadana en las decisiones de legislación y gobierno, la consulta previa y el respeto al medioambiente que ponen límites a la acción de los gobernantes y a la “libre iniciativa privada” respectivamente. Incluso, en el Perú como en algunos otros países ya se viene consolidando la idea de un derecho de las comunidades a la participación directa en los beneficios que genera la inversión privada en el sector de las industrias extractivas.

Así las cosas, desde nuestra cosmovisión urbana y modernista podemos proclamar a los cuatro vientos que los intentos de reforma constitucional generan desconfianza, que hay dejar las cosas como están, que el crecimiento se podría ver afectado si cambiamos la Constitución; pero nada de eso convencerá a los otros sectores emergentes (en no pocas ocasiones violentos) que claman con consolidar su nuevo poder social con sus nuevos valores, símbolos y actitudes. No hay fuerza capaz de detener el cambio. Más temprano que tarde, los derechos encontrarán su consagración constitucional.

¿Qué hacer entonces? Como dicen los jóvenes de hoy: “Asumir y resolver”. Para ello, todos debemos abrir nuestras mentes y estar dispuestos a concertar y negociar en torno a una agenda para el cambio constitucional que pueda ser puntual, gradual, razonable y pacífico. Al final del proceso, tendremos una carta moderna y eficaz producto de una justa conciliación de los intereses en juego en nuestra sociedad capaz de inspirar una conducta leal de los miembros de la sociedad… será sustancialmente mejor y diferente, aunque conserve la impresentable firma de algunos reos en cárcel y el nefasto numerito de “1993”.

Felipe Isasi Cayo

lunes, 1 de agosto de 2011

Los Límites de La Presunción de Legitimidad de los Actos Administrativos

La presunción de legitimidad de los actos administrativos consiste en una suposición jurídica de que el acto administrativo ha sido emitido conforme a derecho, es decir que, en principio, es un acto regular. Es una resultante de la juridicidad con que se mueve la actividad estatal. En otras palabras, los actos administrativos se presumen válidos. En este sentido ha dicho VIDAL PERDOMO, que “(...) la presunción de legalidad torna en demandante a quien quiere controvertir la validez de los actos (...)” Esta característica recibe también el nomen iuris de presunción de legalidad o de validez o de juridicidad.



Según DROMI, son efectos de la presunción de legitimidad: a) que su legitimidad no requiere una declaración especial, b) que su anulación por el órgano jurisdiccional sólo procede a instancia de parte, no pudiendo declararse de oficio en vía incidental, c) que su ilegitimidad debe ser probada d) que goza de la nota de la ejecutividad y ejecutoriedad y e) que el acto administrativo constituye un instrumento público.



El mismo jurista argentino sostiene que el fundamento de la presunción de legitimidad es de orden formal y sustancial. Desde el punto de vista formal el fundamento radica en las garantías subjetivas y objetivas que preceden a la emanación del acto administrativo. Desde el punto de vista sustancial, sólo la ley es fuente de la presunción de legitimidad. En consecuencia, con la consagración normativa de la presunción de legitimidad se disipan las posibles dudas interpretativas. Además, la presunción de legitimidad de los actos administrativos deriva del principio de interpretación constitucional recogido por la jurisprudencia argentina que consagra a su vez la presunción de validez de los actos estatales.



En nuestra opinión, es la ley la fuente formal de la presunción de legitimidad y la seguridad jurídica, su fundamento material y en orden a la naturaleza de tal fuente y tal fundamento, nada impide que el legislador introduzca los correctivos que fueren necesarios para que la presunción de legitimidad no se convierta en instrumento de injusticias.



En efecto, en el Perú, el artículo 8° de la Ley del Procedimiento Administrativo General N° 27444, señala que es válido el acto administrativo dictado conforme al ordenamiento jurídico mientras que el artículo siguiente establece que todo acto administrativo se considera válido en tanto su pretendida nulidad no sea declarada por autoridad administrativa o jurisdiccional, según corresponda. En consecuencia, de la lectura concordada de ambos artículos se colige que nuestro ordenamiento jurídico recoge la presunción de legitimidad de los actos administrativos, coincidiendo con la doctrina virtualmente unánime y con la legislación comparada.



No obstante, la presunción de legitimidad tiene sus límites. DROMI ha señalado que se trata una presunción juris tantum, que puede ser desvirtuada por el interesado demostrando que el acto administrativo contraviene el orden jurídico, pues si bien la legitimidad se presume, dicho acto, en un caso concreto, puede aparecer en contradicción con el derecho positivo. Pero, además, cuando el vicio es manifiesto, grosero o grave, se destruye por sí mísma esta presunción, caso contrario estaríamos frente a lo que AGUSTÍN GORDILLO ha calificado como un enfoque político, estatista y autoritario del acto administrativo. GARCIA DE ENTERRÍA Y FERNÁNDEZ sostienen también que “(...) para que la presunción de validez opere es necesario que el acto reúna unas condiciones externas mínimas de legitimidad. Quiere esto decir que la presunción de validez que la Ley establece no es algo gratuito y carente de fundamento, sino algo que se apoya en una base real que le presta, en principio, una justificación. El acto administrativo se presume legítimo en la medida que emana de una autoridad que lo es igualmente. Por tanto, cuando el propio aspecto externo del acto desmienta su procedencia de una autoridad legítima desaparece el soporte mismo de la presunción legal. Así ocurre cuando tal autoridad es manifiestamente incompetente o cuando demuestra serlo al ordenar conductas imposibles o delictivas o al adoptar sus decisiones con total y absoluto olvido de los procedimientos legales (...)”



Compartimos estas opiniones. No obstante, los autores españoles citados destruyen su propia construcción doctrinaria, al distinguir el plano jurídico del material, afirmando que el acto nulo de pleno derecho es igualmente susceptible de ejecución forzosa por la administración pública, de modo que el administrado siempre requerirá de un procedimiento recursal para neutralizar el acto administrativo írrito, a menos que se trate de un acto inexistente. Nosotros pensamos que los actos nulos de pleno derecho carecen de presunción de legitimidad per se y que respecto de ellos la autoridad administrativa está desprovista jurídicamente de la potestad ejecutoria, porque la nulidad manifiesta y grave genera su ineficacia ab initio. Si en el plano material la administración hace uso de los mecanismos materiales e incluso jurídicos disponibles para imponer su írrita voluntad (cosa que efectivamente no sólo es posible sino frecuente) habrá sumado una nueva arbitrariedad al antijurídico primigenio.



De ninguna manera puede considerarse el acto ejecutorio como legítimo pese a ser ilegítimo el acto ejecutado. Lo que sí es cierto es que, como señala GARCÍA LUENGO, pese a que la nulidad de pleno derecho no requiere de declaración en sede administrativa o judicial; cuando el administrado se resiste simplemente al cumplimiento de un acto administrativo de tales características, sin impugnarlo, lo hace bajo su propio riesgo, ya que si la irregularidad no tiene objetivamente el carácter generador de la nulidad de pleno derecho (lo que en definitiva decidirán sólo los tribunales), el error de apreciación podrá suponerle la pérdida de la posibilidad de una impugnación ordinaria del acto perjudicial a sus intereses y podrá haber dado lugar a una acción ejecutoria de la Administración de difícil reparación (por no haber impugnado el acto dentro de los plazos previsrtos en la ley). En este sentido, el requisito de la necesidad de la evidencia en la infracción al ordenamiento del acto administrativo nulo de pleno derecho para correr el riesgo de desacatarlo cobra también un profundo sentido práctico, concluye GARCÍA LUENGO.



En todo caso, si la fuerza material ejecutoria del acto nulo de pleno derecho no puede ser resistida materialmente sí podrá serlo jurídicamente y la imposición de un acto manifiestamente nulo no estará exenta de consecuencias en el plano de la responsabilidad administrativa y patrimonial de la administración y del propio funcionario. En consecuencia, nada de esto desvirtúa el aserto según el cual existen actos administrativos que no gozan de la presunción de validez o legitimidad por ser manifiestamente nulos o, incluso en nuestra opinión, algunos jurídicamente inexistentes.



Ahora bien, la distinción entre el acto administrativo nulo de pleno derecho y el acto administrativo anulable, propia del derecho español y argentino, permite enfrentar con una mayor facilidad el debate acerca de los límites de la presunción de legitimidad de los actos administrativos, así como aceptar más o menos pacíficamente nuestra tesis acerca de la existencia excepcional de ciertos actos administrativos que no gozan de la presunción de legitimidad ni, por ende, de las notas de ejecutividad y ejecutoriedad. Empero, nuestra ley no reconoce tal distinción, sino que alude solamente a una categoría de actos administrativos nulos a secas, denominada “nulidad de pleno derecho” que, según los autores del proyecto, ni siquiera conrrespondió a la intención del legislador sancionarla como tal . En este sentido, en el Perú resulta menos pacífico aceptar la tesis que venimos sosteniendo, porque - como queda dicho - para nuestro derecho positivo el acto administrativo es válido en tanto su pretendida nulidad no sea declarada por autoridad administrativa o jurisdiccional. En consecuencia, aparentemente la presunción de legitimidad no admite, en nuestra legislación, las excepciones que proponemos....



...pero debería admitirlas: Si del propio acto fluye una contravención grave del ordenamiento jurídico y, por ende, su nulidad; tendríamos que colegir con DROMI, que resulta incuestionable el derecho del administrado a desobedecer el acto manifiestamente nulo respecto del cual no cabe argüir la presunción de legitimidad. En este sentido, no podemos menos que cuestionar la bondad del artículo 12.2 de la Ley del Procedimiento Administrativo General N° 27444, que por timidez incurre en obviedad inocua cuando señala que “(...) Respecto del acto declarado nulo, los administrados no están obligados a su cumplimiento y los servidores públicos deberán oponerse a la ejecución del acto, fundando y motivando su negativa (...)” ¡Por supuesto que el acto declarado nulo ya no obliga! Esta es una verdad de Perogrullo. Empero ese no es el punto. El asunto es qué ocurre con un acto grave y manifiestamente nulo cuya nulidad no ha sido aún declarada por la autoridad competente. ¿Puede gozar de la presunción de legitimidad? ¿Cómo se explica entonces la cláusula constitucional conforme a la cual “(...) Nadie debe obediencia a un gobierno usurpador, ni a quienes asumen funciones públicas en violación de la Constitución y de las leyes (...) ” o ¿sobre qué base jurídica se sostiene la objeción de conciencia frente a órdenes violatorias de los derechos humanos?



En nuestra opinión, es posible sostener la objeción de conciencia y otros supuestos de desobediencia civil de cierta clase de actos que no merecen gozar de la presunción de legitimidad, sobre la base de la teoría de los actos inexistentes que la doctrina nacional ha rechazado en forma mayoritaria, pese a que ya en el derecho comparado se admite en forma residual. Como advierte Ruiz Eldredge, la doctrina francesa ha distinguido entre el acto nulo y el acto inexistente (non avenus) en la medida que éste último no es susceptible de ingresar siquiera en la condición de acto nulo dentro de la órbita del derecho, porque resulta tan ostensible o grosera la ausencia en tal acto de los elementos de hecho o de otros que es lógicamente imposible concebir su existencia. En cita de Walline, señala el jurtista peruano que, cuando la irregularidad es tan flagrante, no se puede exigir al administrado el respeto de un acto administrativo que de tal sólo tiene el nombre, como por ejemplo el de una pretendida decisión administrativa de un agente sin poder de decisión o de pretender la administración juzgar en vez del tribunal competente o de la decisión de un ministro o alto funcionario sin competencia por razón de materia y en general lo de ilegalidad manifiesta .



La utilidad práctica de la Teoría de los Actos Inexistentes resulta también manifiesta ya que, como señalan GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ, responde a una razón y a una necesidad muy concreta: La ley podría no haber consignado como requisito de validez del acto algún elemento que resulte obvio. Si tal requi¬sito llegara a faltar en algún caso, “(...) el intento de sancionar su ausencia tropezaría con la vieja regla pas de nullité sans texte (no hay nulidad sin norma que expresamente la establezca). Justamente para superar este obstáculo, que impediría eliminar actos o negocios rigurosamente inadmisibles, se dice que el acto al que faltan alguno de estos requisi¬tos, más que un acto nulo, es inexistente (...) ya que ni siquie¬ra puede decirse que tenga la apariencia de un acto administrativo(...)”



Como hemos adelantado, nuestro sistema legal no ha distinguido entre la nulidad y anulabilidad del acto administrativo, como sí lo hacen otros sistemas administrativos comparados (España, Argentina, por ejemplo). En dichos sistemas, sin embargo, la diferencia entre nulidad y anulabilidad no está determinada por el tipo de interés puesto en juego, como ocurre en el derecho civil, sino por el grado o intensidad del vicio. Pero la Ley peruana no sólo no distingue entre anulabilidad y nulidad en la forma que lo hace, por ejemplo, la ley española que le sirve de inspiración al legislador peruano; sino que los supuestos de invalidez también son absolutamente diversos. En efecto, el Artículo 10° de la Ley del Procedimiento Administrativo General Nº 27444, sanciona con nulidad “de pleno derecho”, los actos administrativos que contravengan la Constitución, las leyes o las normas reglamentarias; los que presenten defecto u omisión de alguno de sus requisitos de validez, salvo que se presente alguno de los supuestos de conservación del acto a que se refiere el Artículo 14 ; los actos expresos o los que resulten como consecuencia de la aprobación automática o por silencio administrativo positivo, por los que se adquiere facultades, o derechos, cuando son contrarios al ordenamiento jurídico, o cuando no se cumplen con los requisitos, documentación o trámites esenciales para su adquisición; y los actos administrativos que sean constitutivos de infracción penal, o que se dicten como consecuencia de la misma. Nada hubiera impedido al legislador regular en forma diversa los casos de nulidad absoluta de pleno derecho y las hipótesis de nulidad relativa, reservando la primera para los casos más graves y evidentes en los que no resulte razonable presumir la legitimidad del acto. Acompaña nuestro razonamiento los aportes de la doctrina alemana recepcionados en España, bajo las tesis de la especial gravedad, la evidencia (Evidenztheorie) y la antijuridicidad absoluta . Sin embargo, no ha sido así...



No existiendo tal diferencia en nuestro derecho positivo, la resistencia al cumplimiento de los actos cuya nulidad revista una especial gravedad y cuyos vicios sean manifiestos deberá sustentarse en nuestro país en la doctrina de los actos administrativos inexistentes bajo el prisma de los principios constitucionales. Claro está que estaríamos hablando de casos excepcionales y, como ya se ha adelantado, bajo el propio riesgo del administrado, riesgo que será relativo en la medida que existen actos que, como ha sostenido un autor, llevan su antijuricidad absoluta “escrita en la frente” y respecto de los cuales nadie puede razonablemente oponer la presunción de validez en aras de la seguridad jurídica o la confianza. Me refiero a situaciones tales como una orden de torturar o un acto de privación de la nacionalidad o el proveniente de autoridad usurpada que nuestra Constitución ordena (no sólo permite) desobedecer. Es interesante el avance señalado por el Artículo 22 del Reglamento de la Ley del Servicio Diplomático aprobado mediante Decreto Supremo Nº 130-2003-RE conforme al cual “(...) En el Servicio Diplomático no existe obediencia debida basada en el simple ejercicio de la autoridad. Los funcionarios no están obligados a acatar instrucciones u órdenes inconstitucionales o ilegales (...)” ¿Actos administrativos inexistentes?



En el ánimo de dar una solución práctica a la cuestión planteada, sugerimos en la Comisión encargada de la revisión de la Ley 27444, algunas alternativas que no fueron aceptadas, pero que creemos útil ventilar aquí, no como fórmulas acabadas, sino como ideas sobre las cuales reflexionar. La primera propuesta consistía en agregar en el 9° de la Ley 27444, como excepción al principio de presunción de validez del acto administrativo, la declaración por mandato legal de la “inexistencia” de los actos que provengan de autoridad manifiestamente usurpada o que contengan un mandato jurídica o físicamente imposible o una violación de los derechos a la vida, a la identidad e integridad de la persona, a la prohibición de la esclavitud y servidumbre, a la libertad de conciencia y religión y a la nacionalidad. La enumeración de estas causales se inspira en el artículo 46 de la Constitución Política del Perú y en el artículo 27 de la Convención Americana de Derechos Humanos, pero admitimos que podría ser mejorada. La segunda propuesta alternativa pretendía sancionar los mismos actos como “(...) nulos de pleno derecho y, por ende, absolutamente ineficaces sin necesidad de declaración judicial o administrativa (...)”.



Cabe reiterar que el desconocimiento de la doctrina de los actos inexistentes en el derecho peruano, encierra una incoherencia: En efecto, el artículo 46 de nuestra Constitución antes citado, señala simultáneamente que nadie debe obediencia a un gobierno usurpador ni a quien asume funciones públicas en violación de la Constitución y las leyes y que son nulos los actos que proceden de autoridad usurpada. Si fueran simplemente nulos, tales actos deberían ser obedecidos en tanto su pretendida nulidad no sea declarada de acuerdo con el artículo 9 de la Ley 27444 , con lo cual la primera parte de la cláusula constitucional acotada se vería neutralizada convirtiéndose en letra muerta. Por ello, en nuestra opinión, como la reglas constitucionales deben ser interpretadas en forma sistemática a la luz de los principios de coherencia normativa y de eficacia integradora del ordenamiento jurídico, sólo cabe entender congruentemente que la nulidad de los actos provenientes de autoridad usurpada y de quien asume funciones públicas en violación de la Constitución y las leyes, es en rigor Inexistencia del Acto.



Más aún: El artículo 139 inc. 19 de la propia Carta de 1993 prohibe ejercer función judicial a quien no ha sido nombrado en la forma prevista por la Constitución o la ley y dispone que los órganos jurisdiccionales no pueden darle posesión del cargo, bajo responsabilidad; en otras palabras, deben desconocer el acto administrativo de nombramiento de tal magistrado, lo que es lo mismo que considerarlo inexistente. Si fuera simplemente nulo, el acto de nombramiento debiera ser acatado, mientras no se declare su nulidad. Otra vez, la letra muerta?.



Por estas consideraciones, pensamos que una negativa tan contundente y virtualmente unánime de la teoría de los actos inexistentes como la que ostenta la doctrina nacional, es digna de un mayor esfuerzo. Mientras tanto, nos inclinamos a admitirla con carácter ciertamente residual, pero aplicable incluso a ciertos actos de transgresión del ordenamiento jurídico cuando, pudiendo encuadrarse en las causales del artículo 10° de la ley 27444, no resulte, sin embargo, posible admitir la presunción de legitimidad por ostentar un vicio manifiesto y grave. Creemos que la doctrina de los actos inexistentes debe entenderse incorporada en nuestro derecho administrativo de modo que se encuentre alineado con la moderna doctrina del Estado Constitucional garantista que permite al ciudadano oponer resistencia a ciertos actos de autoridad que revisten un abuso o desviación de poder, sin esperar una declaración formal de nulidad en sede administrativa o judicial. Insistimos en que resulta vital garantizar, la objeción de conciencia frente a una orden administrativa impartida a un funcionario que implique violación de los derechos derechos humanos o, inclusive, frente a los actos directamente dirigidos contra los administrados que implican violación grave de sus derechos constitucionales.



Reconocemos que nuestros planteamientos son susceptibles de las más inteligentes contestaciones, pero nos hemos permitido estas reflexiones confiados en que cogitationes poenam nemo patitur .


Felipe Isasi Cayo